Recuerdo a un catedrático de la Universidad de Córdoba que ocultó su jubilación a su familia, para salir de su casa todos los días a la hora que fue de clase. Probablemente su mujer era además der una excelente compañera una pesada carga; esa compatibilidad se da mucho en la vida.

¿Qué sería de esa persona en el actual confinamiento colectivo?

¡Cuántos seres que no se aguantan tienen que aguantarse ahora!

Lo cual no es solo una ocasión de paciencia, sino una ocasión de atar los nervios a los brazos del sillón.

Normalmente nuestra casa es nuestro refugio, es la que nos defiende de los fenómenos atmosféricos, como el frío, la lluvia y el calor, y de los ruidos.

Pero por decisión del Gobierno, por decreto, se han convertido en nuestra prisión. Sí, prisión provisional, pero prisión al fin y al cabo.

Cobra especial relevancia un acto tan sencillo como bajar al bar de abajo y tomar una cerveza; un acto que por ahora no podemos realizar.

Y cobra especial relevancia la llamada telefónica del amigo al que solo podemos informar de que «estoy vivo», pero no, «vivo y coleando».

La casa y la calle eran dos ámbitos distintos y compatibles: libremente podíamos pasar de uno a otro a nuestra conveniencia.

Pero eso se acabó: la calle es del coronavirus, un bichito con gran facilidad para los idiomas; igual habla chino que italiano. Un bichito al que le gusta vernos con mascarilla y guantes.

La única diferencia con la peste es que hora hay pocos muertos y todos lejanos. Si hubiere cinco muertos en mi calle ya sería igual que la peste, la de Camús, la peste verdadera.

No soy supersticioso pero toco madera.

Sí, tengo ventanas, pero como si no: me asomo a una y veo a una policía municipal, que se baja de un coche policial y fotografía la calle vacía.

Puedo leer y leo, y puedo escuchar música y la escucho: a raudales. Si la vida sin música es un absurdo según Nietzsche, la mía tiene mucha lógica; o debiera tenerla.

¿Y la televisión qué hace? ¿En qué me ayuda?

En nada.

Y para colmo comparece el presidente del Gobierno, que por primera vez parece mal afeitado, imposta voz de brujo, y vaticina que lo peor está por llegar. Apaga y vámonos.

Solo falta que además de confinarnos en nuestras casas nos pongan esposas o una bola de hierro atada al pie.

La televisión nos acoquina con cifras que crecen, y ese señor de pelo blanco ensortijado y voz aguardentosa nos advertía que ya, ya.

Ya nos va empezando a costar trabajo creer en la otra vida: la de las terrazas con mesas y sillas y medios de vino y jarras de cerveza con boquerones en vinagre.

Pero efectivamente lo peor está por llegar: la Semana Santa en septiembre, mes que otrora fue de feria y festolina. Pero no se resigna. Antes muerto que sin cera y sin tambores y cornetas.

Y conste que los ahora recelosos o molestos somos partidarios de las procesiones... Pero en su momento.

* Escritor, académico, jurista