Se pueden cambiar los nombres de unas calles. De cinco. Hasta de quince. Se pueden cambiar los nombres de todo el callejero, pero eso no va a borrar lo que ocurrió. No sólo en Córdoba, la ciudad, en la que prácticamente no hubo guerra y sí represión terrible --hablamos de 4.000 muertos--, sino en España, en esa piel estéril calcinada con su sombra de angustia y desesperación. Al final se cambiarán los nombres. Lo doy por bien empleado: no solo en el cumplimiento de la imperfecta Ley de Memoria Democrática, sino si así desterramos el guerracivilismo de una puñetera vez de los discursos broncos. No podemos seguir tirándonos los muertos a la cara 80 años después. No tiene sentido. Por mucho que se cuestione la Transición, por muchos politólogos e historiadores de última hora dispuestos a cuestionar lo que entonces se hizo, y cómo se hizo, estamos dilapidando no solo el esfuerzo, sino la ilusión de un pueblo por hablar --«Habla pueblo habla, tuyo es el mañana»-- y mirar adelante. Además, si seguimos arengando estos dos ejércitos de muertos vamos a conseguir resucitarlos. Y ya está bien de zombis en sus barcos fantasma. Hay que salir de ahí, hay que recuperar otra visión de España y de la convivencia. Porque para quien quiera saberlo, para quien quiera salir de su trinchera cálida, reconfortante, donde los tuyos celebran tus baladronadas en Twitter, lo cierto es que en los dos bandos se cometieron actos aberrantes de crueldad sin límite. En los dos bandos hubo santos y demonios. En los dos. Luego, cuando uno de los bandos ganó y aplastó al otro, cuando se decidió a descuartizarlo, comenzó la represión de la posguerra, que fue una mezcla de estudiada miseria y salvajismo. O como se duele Gil de Biedma en su poema, una España pisoteando a la otra media. Esto fue así. Pero mientras se tuvo capacidad para hacer daño en cada una de las dos mitades, mientras las dos Españas se mantuvieron vivas y con el fusil en las manos, en las dos se machacó, en ambas se mató. En las dos se escribieron unos relatos sanguinarios que nadie debería haber vivido nunca.

Por cinco rótulos de calles se ha dilapidado un consenso que era necesario para no distraerse de lo esencial: el apoyo institucional absoluto a los familiares de las víctimas en su empeño legítimo por dar sepultura digna a sus caídos. Da igual que fuera el padre, el abuelo o el bisabuelo: ahí existe un derecho moralmente irrebatible a sellar la cicatriz de un dolor familiar. La desaparición de los símbolos de exaltación franquista es un acierto en el cumplimiento del artículo 32 de la Ley de Memoria Democrática, aunque hoy en día exaltaran poco y la mayoría de la gente viviera ajena a su significado. Pero hablamos del derecho familiar a enterrar a los muertos, como en la novela de Martínez de Pisón, que no es sospechoso de tratar la guerra civil con un maniqueísmo de buenos y malos. La polémica nos distrae de esto, que es fundamental. Cruz Conde seguirá siendo, para muchos, la calle Cruz Conde, independientemente de su posición en el golpe. Porque no solo fue un levantamiento contra una democracia, sino una situación prebélica. Cuenta Salvador de Madariaga --esa tercera España en continua disolución-- que Dolores Ibárruri le espetó a José Calvo Sotelo en el Congreso: «Éste ha sido tu último discurso». Así fue, porque al día siguiente lo asesinaron. El levantamiento militar no se había producido, pero la guerra estaba en la calle de pistoleros ebrios. Sin embargo, para esta deriva tendenciosa no hay razón para cuestionar la calle a La Pasionaria, escalofriante y totémica, como si haber estado con Stalin no suscitara dudas sobre la pureza de su memoria democrática.

Pilar Paz Pasamar me contó que José María Pemán ayudó a los entonces jovencitos integrantes de la gaditana revista de poesía Platero a contactar con Juan Ramón Jiménez, con quien mantenía correspondencia. Pemán fue autor de poemas, de obras de teatro nada desdeñables y de unos artículos espléndidos en la tercera de ABC que hasta Umbral alabó. Hoy habría que leerlo sin la ideología entre los dientes. Como a Manuel Machado, que atrapado en Burgos escribió sus loas a Franco antes de partir hacia Collioure para velar el cadáver de su madre y su hermano. No fue una guerra entre buenos y malos, sino una carnicería en la que también hubo checas y Paracuellos del Jarama.

Como se quitarán esos nombres con la ley también entre los dientes, al menos cambiemos de guerra, a ver si el Ayuntamiento de esta ciudad encuentra al fin su presente.

* Escritor