No es porque en mi espíritu abunde la nostalgia y haya dentro de mí charcos de melancolía en los que, a veces, se ahoga la razón cuando, en ciertas ocasiones, echo la vista atrás y evoco la tibia pureza de otro tiempo donde todo era más cálido y sencillo. No es por eso, tal vez, sino porque en realidad no acepto que el mundo se mueva últimamente en un sentido contrario al que lo hacía cuando yo era más joven y veía en torno a mí un espacio humano y social más hondo e íntimo, cuando todo cristalizaba en la ternura o en una felicidad de muselina. La sociedad que habito es un sucedáneo, o un espejo deforme, de la que interioricé en un tiempo celeste donde el aire transitaba uniendo los ojos y la voz de los vecinos, una edad de puertas abiertas y corazones que acababan fundiéndose en la alegría y la pena. Fue ahí, en esa época, donde pude disfrutar las bodas más puras y auténticas que he visto a lo largo y lo ancho de mi dilatada vida. Entonces, en aquellos años de humo y barro, todo se disfrutaba más intensamente aun con menos recursos y comodidades que hoy tenemos. Paradójicamente, la ausencia o escasez de medios económicos hacía que las familias y los vecinos vivieran con más gozo cualquier tipo de fiesta o de celebración. Ahora habitamos una realidad distinta.

Hoy todo se basa en un vano postureo que disipa el amor, la ternura, el entusiasmo o el carácter sagrado -no en el sentido religioso- de celebraciones de aura familiar como, por ejemplo, una primera comunión, un sencillo bautizo, o el festejo de una boda que, hasta hace no mucho, tenía un carácter antropológico y espiritual que a mí me emocionaba. La primera boda a la que asistí, no lo olvidaré, fue a la de una amable prima de más edad que yo, Ina Marín López, y recuerdo esa fiesta de un modo cuasi mágico, envuelta en un halo poético, ancestral, que aún sigue bañando mis ojos y mi interior de una especie de luz vespertina azucarada. Fue su boda una celebración sencilla, humilde, pero cargada de un sobrio magnetismo que unió a familiares, vecinos e invitados, en una masa homogénea espiritual en la que fermentaba un gozo puro. Recuerdo el frugal convite, celebrado en una casa pequeña y humildísima, donde no faltaron los dulces artesanales (perrunas y hojuelas) y la copita de mistela que se iban pasando en bandejas sin premura por entre los invitados que llenábamos la estancia pequeña apostados en los pasillos. Me recuerdo sentado al pie de una pared en una silla de enea muy bajita, masticando la tibia ternura del evento en el que se mezclaban la familiaridad, la ilusión infantil y el amor que relumbraba como un eco de luz en la cal de las paredes de aquella casita cálida y austera. Con muy pocos lujos éramos felices, y, además, no aspirábamos a otra cosa que a eso: a vivir ese día el festejo de la boda con una alegría que nos sobrepasaba, pues lo poco era mucho en aquella edad zurcida por la plomiza quietud de una posguerra donde la pobreza y el frío fermentaban como una mazorca en los charcos del invierno.

De aquellas bodas, auténticas y austeras, ya no queda nada que no sea la nostalgia. Como todos sabemos, ahora es muy distinto. Hace algunas semanas, cuando vi en televisión el «bodorrio» grotesco de un altivo futbolista con una modelo o actriz de cuarta fila, la cual sostenía en uno de sus brazos un gélido ramo de tristes flores negras, sentí una especie de extraño repelús, en el que se mezclaban la lástima y la pena con un desaliento o desencanto íntimo. No dudo que fue un espectáculo mediático, admirado por cientos de miles de personas, seguidoras algunas del fiero futbolista con piernas de bronce y mente serrinosa que logró detener, durante algunas horas, el corazón floreado de Sevilla: la ciudad que le adora y admira como a un rey. Viendo todo el revuelo, las imágenes transidas por una elegancia casi cutre, reflexioné un instante, conmovido, sobre la realidad empalagosa, mediática y fría, en la que nos movemos, aunque algunos lo hagamos a contracorriente. Todo el mundo desea ser famoso o importante, y la gente celebra bautizos, bodas y comuniones con mucho boato de selfis y postureo, intentando emular a los artistas o famosillos de la tele-basura esperpéntica, anodina, esos que venden su indigna intimidad al papel cuché de revistas de incultura. Nuestra sociedad viaja hacia un vacío de principios morales, espirituales y éticos. Han caído en desgracia valores como la dignidad, la ternura, el respeto, el afecto o la humildad con los que se entretejían en otro tiempo las relaciones humanas firmes e íntimas. Las bodas de antaño, bañadas de escasez y, al mismo tiempo, trenzadas de amor sobrio, han sido sustituidas, en muchos casos, por «bodorrios» sin alma donde suelen destellar el febril postureo sobre la sencillez y una sutil vanidad descoyuntada que anula el temblor del afecto familiar, la alegría compartida como un fruto delicioso.

* Escritor