A finales del verano de 1934, Manuel Azaña pasó unos días en el balneario catalán de Sant Hilari. Era un momento de conflicto entre las autoridades catalanas y el Gobierno central porque la Ley catalana de cultivos, aprobada en el Parlamento catalán, había sido suspendida por el Tribunal de Garantías Constitucionales. El 30 de agosto se celebró un banquete de homenaje al líder republicano en el hotel Colón de Barcelona, y ante más de mil asistentes señaló que el Estatuto catalán era una pieza fundamental del sistema legislativo español, y que no solo formaba parte de la Constitución, «sino del cuerpo moral mismo de la República española». Volvió a Barcelona a finales de septiembre para asistir al entierro de Jaume Carner, ministro de Hacienda en uno de sus gobiernos, y decidió quedarse unos días en la ciudad, según dijo porque se acercaba una crisis de gobierno y no quería estar en Madrid, puesto que se le llamaba a consultas no en representación de su partido sino en calidad de ex Presidente, y como tal pensaba que no tenía nada que decir.

Así fue como se encontró en pocos días con la entrada de la CEDA en el gobierno, con el inicio de una revolución en Asturias y con un conflicto en Barcelona, donde el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el 6 de octubre «el Estado catalán de la República Federal Española», y propuso fortalecer las relaciones con quienes se oponían al fascismo que había tomado el poder, al tiempo que hacía un ofrecimiento a que se estableciera en Cataluña el gobierno provisional de la República. En contra de lo dicho en estos días, pues, Companys no proclamó la independencia de Cataluña, sí es verdad que aquello terminaría con la detención del gobierno catalán, que sería juzgado y condenado. Por cierto, que la intervención del presidente Alcalá-Zamora (su argumentación jurídica) fue fundamental para que los juzgara el Tribunal de Garantías y no un Consejo de Guerra como pretendía el Gobierno. En cuanto a Azaña, que se trasladó desde el hotel en que se hospedaba a casa de un amigo (el doctor Carlos Gubern), también fue detenido el 9 de octubre, y acusado de participar en la revuelta catalana. Sería procesado, su causa la vio el Tribunal Supremo y resultó absuelto en diciembre de 1934. De aquellos acontecimientos daría cuenta en un libro publicado en 1935 con el título de Mi rebelión en Barcelona.

Antes de ser juzgado, la Comisión de suplicatorios de las Cortes se trasladó a Barcelona en noviembre con el fin de escucharlo. Azaña declaró que estaba dispuesto a renunciar a todo privilegio en cuanto al aforamiento como diputado y que se alegraba de hablar ante políticos, puesto que hasta el momento solo había hablado ante los jueces. Explicó cuál era el motivo de su estancia en Barcelona, y en la parte central de su intervención hizo unas consideraciones acerca de su papel en relación con los asuntos de Cataluña desde el primer momento de la proclamación de la República, pero sobre todo desde que accedió a la presidencia del Gobierno. Recordó los contratiempos que le había acarreado su defensa del Estatuto y cómo había procurado tender un puente entre Cataluña y el resto de España en todo momento, y declaraba: «Yo soy el último político español que ha hecho aclamar a España en las plazas de Barcelona. He dicho el último, no que no vaya a haber otro en lo sucesivo; pero hasta la fecha soy el último político español que ha hecho dar vivas a España en Barcelona y en los pueblos de Cataluña».

La enseñanza del papel de Azaña reside en la necesidad de establecer puentes, siempre mediante vías democráticas como defendió en todo momento. Esa debería ser la labor de todo político que se precie de tal en el momento presente, claro que a más de uno, como a Puigdemont, se le nota que nunca ha leído a Azaña.

* Historiador