Cada uno utiliza sus propios manuales de evocación. En mi caso, la aproximación al siglo XVIII parte siempre del mismo referente, dejándome arrastrar por las primeras secuencias de Barry Lyndon: bajo esa pérgola tantísimas veces clonada en los vulgares tapices de un comedor, el bisoño Redmon Barry se deja atrapar por el lenguaje del lazo en el cuello mediante el que su prima teje el juego de la seducción. Todo ello acompasado por la alcahuetería de una sensual llovizna y la música de cuerda de una canción tradicional irlandesa. El maestro Kubrick, lo mismo te traslada al espacio a través de la quijada de Zaratustra, como te hace caer en la luminaria lúgubre y empolvada de un siglo excesivo que en su postrimería vio cómo literalmente rodaban cabezas.

A Redmon Barry lo sitúa el director de La Chaqueta Metálica como un buscavidas, estructurando sus peripecias en las encorsetadas reglas de un relato moralizante. Barry Lyndon se alía con los vientos favorables de la fortuna... hasta que éstos le dan la espalda.

¿Cómo se actualizaría esta recurrente expiación del auge y caída? Veamos, sin ir más lejos, su traslación a los pórticos castellanos, donde pícaros con zampoñas teatralizaban la vida y milagros de difuntos con olor a santidad. Valgan por ello las tierras de Castilla, y el valor no sé si ejemplificante de una mujer, ahora que definitiva y casi afortunadamente la misoginia se abomina más que la misantropía.

Ella se llama Silvia Clemente, y sin jugarse su suerte a los naipes en salones versallescos, ha comprimido en unas pocas horas la ambivalente sensación de la púrpura y la derrota. A Ciudadanos se le han descuadrado los anaqueles, pues una aviesa demagogia llevaría a extrapolar los 81 votos sobrantes de su triunfante primera elección al escenario nacional. La jugada que auspició Rivera era muy arriesgada, alentando las bienaventuranzas de los caídos en las listas propias para refugiarse en las ajenas. Era el ecumenismo naranja, la penúltima oportunidad para emular a Terenci Moix, proclamando «no digas que fue un sueño» para autoafirmar el final del bipartidismo. Obviamente, no todo será igual, pero mientras que en el espectro morado vuelve el hombre, el partido naranja aún no ha digerido sus propias contradicciones. Más que en una captación de talentos, la transversalidad buscada se ha escorado en más de una ocasión en la recuperación de dirigentes amortizados, cuando no de pseudoprofesionales de la política, que sienten el horror vacui de una vida sin oropeles. Quién podía negarle a la señora Clemente que se encabalgase a sus ambiciones. Lo malo para ella es que esta rectificación la ha dejado empotrada en el cajetín de salida, debilitando incluso sus futuras abjuraciones.

Vistos los tiempos que corren, más que la altura de las circunstancias, hay que resignarse a comprobar que las circunstancia están a nuestra altura. La larga lucha por la igualdad, y son las propias militantes de Podemos la que convierten a Iglesias en el sucesor de Leif Garrett o Luke Perry. El PP no puede combatir con acné y espinacas de Popeye esa herencia de silencios y escándalos. Y un PSOE con querencias manirrotas parece haber encomendado la exhumación del dictador al inspector Clouseau. Eso en química se llamaría rasear, o más bien igualar por la medianía.

Este es un tiempo en el que borbollan las candidaturas, una dentellada de intereses en el que a veces, solo algunas veces, se acierta con los mejores que, para rizar el rizo, no siempre son los más buenos. Larga vida anónima para la señora Clemente. Como nos ocurría con Barry Lyndon, empatizamos mejor con el folletín de las desgracias.

* Abogado