Abrió asustada la carta del juzgado citándola para recoger una demanda. No imaginaba qué podía ser, no tenía ninguna cuenta pendiente con la justicia, ni debía nada, pero un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar en un segundo infinito una vida plagada de angustias.

Se casó con 20 años y el primer hijo llegó a los 9 meses y un día. No había hecho otra cosa que parir hijos y trabajar día y noche. Pertenecía a una generación de mujeres trabajadoras hasta el infinito y más allá, en su casa, con los hijos, con los padres y también fuera.

Angustias se levantaba siempre al amanecer, preparaba el desayuno y la comida, a los hijos cuando eran pequeños y, tras dejarlos en el colegio, su vida transcurría en un ir y venir continuo a las casas de la zona alta de la ciudad en las que se había dejado las uñas limpiando. Volvía, daba de comer a los hijos, hacía las faenas, vigilaba que ninguno se le escapara sin las tareas y, entonces, empezaba a coser hasta bien entrada la media noche. Daba igual si era un traje de comunión para la hija de una vecina, o la chaqueta brocada para una señora de alto copete.

Y entre encargo y encargo cosía la ropa de sus hijos, a los que siempre vistió con sus manos y un trozo de tela de aquí, otro de allí y metro y medio de los retales que cazaba en «Ulises». ¡Hasta con las chaquetas del marido se había atrevido!. Angustias tenía unas manos prodigiosas y un corazón muy solo.

Nunca una palabra de consuelo o de amor; nunca la más mínima ayuda; nada de nada, porque el padre de sus hijos solo había tenido una ocupación en su vida: la taberna y la bebida. Allí se había dejado mucho más que su propia vida, también los ahorros de Angustias, esos que de vez en cuando le arrebataba tras registrar toda la casa. Y así, treinta años.

Un día, después de levantarle la mano, a la vuelta de una borrachera, tuvo la decencia de marcharse para siempre. Durante muchos años ni los hijos supieron de él. Solo a veces oían historias de las mujeres con las que andaba, o las deudas que contraía.

Cuando Angustias llegó al Juzgado le explicaron que se trataba de una demanda en la que su marido al cabo de tantos años le pedía la mitad de sus ahorros, «¿qué ahorros? -dijo, incrédula-, si me dejó seca como una pasa, con deudas que pagué sola y los hijos a mi cargo» y entonces, como un puñal que se clava en el pecho, recordó aquella cuenta que abrió en el banco días antes de que se marchara, en pleno mes de agosto, para salvar en su vejez los pocos ahorros que le quedaban de tanta costura nocturna, a solas, sin luz y casi a escondidas.

* Abogada