Puestos a elegir estaciones, prefiero el cielo invernal cordobés. En una noche limpia y ajenos al deslumbre de las luces de la ciudad, puedes asombrarte con el vertido de la cabra Amaltea, esa veta de la Vía Láctea que recorre nuestras cabezas. O recrearte con Rigel y Betelgeuse, las principales estrellas de Orión. Eso no resta esplendor al firmamento estival, allí donde puedes otear la constelación de Escorpio, el reverso de Orión. Propicia para ello es la sierra cordobesa, desviándose en esa querencia para visitar la Fuente del Elefante, con el probado riesgo de caer en la arqueta colindante. Tiene esa oquedad una caída de más de dos metros, una auténtica trampa para los caminantes nocturnos que dan prelación en sus pasos a la aparición de una estrella fugaz.

La primera obligación del informador es el contraste de los hechos, y confieso que mi último paseo por tan insigne enclave de Trassierra se remonta al mes de agosto, así que, si algún lector corrobora que el citado hueco ya está tapado, me tragaré gustoso mis palabras. Pero un año tras otro he visto el mismo peligro en mis caminatas, un anecdotario si se compara con los trágicos sucesos de Totalán. Todo el despliegue heroico al que hemos asistido en estas dos semanas revela, con carácter agridulce, uno de los rasgos identitarios de los españoles: se constata que damos lo mejor de nosotros mismos en la desgracia, un aval indudablemente importantísimo. De hecho, ese altruismo se muestra año tras otro al encabezar la lista mundial de trasplantes de órganos. Sin embargo, el reverso negativo de un corazón tan grande se aprecia en nuestra inconsciente asociación entre la solidaridad y el aspaviento. Nos movemos bien en el rasgado de camisa, en la improvisación del arrojo; en un despliegue que, por un lado, puede ensalzar nuestro ingenio, pero por otro desdibuja toda metodología. Los principales protagonistas de toda esta cohorte de rescatadores han sido los mineros. Y, mentándolos a ellos, seguimos acordándonos de Santa Bárbara únicamente cuando truena.

Este país solo parece ponerse firme a golpe de desgracias. Tuvo que ocurrir el accidente de Los Alfaques, con más 240 campistas fallecidos por la explosión de un camión cisterna cargado de propileno, para que empezásemos a tomarnos en serio el transporte de mercancías peligrosas. O la irrupción del desafortunado, cínico y letal bichito de la colza para reforzar con garantías la seguridad alimentaria. Ahora, el chivo expiatorio de nuestros escarmientos son los pozos ilegales. Bruselas ya ha levantado un expediente sancionador por esta proliferación de sondeos que está mermando el acuífero de Doñana. Y las Lagunas de Ruidera pueden seguir la desecación del mar de Aral si no se corrige la avidez de las captaciones para los regadíos. Pero los problemas ambientales pasan a un segundo plano cuando la tierra se traga a un chiquillo; torpeza, negligencia, delito o infortunio pendiente de pronunciamiento judicial. Es cierto que convergemos más con Europa, pero seguimos mostrando un desdén prevencionista, un mirar hacia otro lado hasta que nos robustecemos entibando los lamentos. Aunque sea menos épico y muchísimo más aburrido, mil veces prefiero la rutina del chequeo y el sellado de la perforación con una buena chapa. No es tanto pedir para mirar con más tranquilidad las estrellas.

* Abogado