La llegada del invierno, del frío, del atenuamiento progresivo de la luz y la dilatación de la noche, inducen un estado de ánimo más que propicio para refugiarse en la obra alucinada y lírica de Franz Schubert. Este año, además, la experiencia de la pérdida, la vivencia de lo incomprensible y la sensación de amenaza continuada, hacen que su música esté siendo el acompañamiento musical idóneo para el humor de mis recientes días (si les interesa, síganle la pista a la última integral de sonatas por la pianista georgiana Elisabeth Leonskaja).

Y es que la figura del pequeño compositor austríaco sigue siendo un enigma indescifrable. Al igual que el otro compositor de la velada, Felix Mendelssohn, fue un niño superdotado, uno de esos pequeños mozart que el mundo musical europeo se obstinaba en descubrir, y cuyos padres se obstinaban en anunciar, de vez en cuando. Pero a diferencia del más joven Felix, Franz Peter no pertenecía a ninguna familia burguesa acomodada, mundana y culta, que le asegurara acceso directo a lo más destacado de la vida cultural de la sociedad de su tiempo. Fue, por decirlo de alguna manera, un proletario de la música: sin ninguna cualidad personal especial, introvertido, obstinado y de corta trayectoria vital. Murió con 31 años.

Y sin embargo, ¿cómo es posible que de lo anodino surja una actitud y una concepción de la música tan firme, tan experimental y a la vez tan personal? Inscrito en el albor del romanticismo, su labor transgresora nada tiene que ver con la presentación de lo sombrío o lo melancólico en su música, lugares comunes del romanticismo que tan ejemplarmente se contienen en su archifamosa sinfonía «inacabada», no. Es el impulso constructivo, el plan de repeticiones, las duraciones... las famosas «divinas longitudes». Si, como dice José Luis Téllez, podemos ver en los crescendi alocados de las oberturas de Rossini una prefiguración del valor de lo acumulativo por adición en la música moderna (preludio del Oro del Rhin de Wagner, Bolero de Ravel), las longitudes schubertianas obedecen a una concepción totalizadora de la planificación musical, a escala micro, basada en células melódicas y tensión armónica; a escala macro, resultado de operar con el tiempo, entendido, por un lado, como velocidad, y, por otro, como duración.

Schubert nunca pensó que sus dos últimas sinfonías conformaran un díptico. Ni siquiera sabemos la razón del abandono compositivo de su octava sinfonía, en si menor, «inacabada». Pero ambas se complementan y funcionan bien en los conciertos como retrato acabado de la naturaleza dual del compositor. A esa conclusión llegó Furtwängler al final de su vida cuando insistía en programarlas juntas. Si la sinfonía octava «inacabada» está en Si menor (¿la muerte?), es turbia, está incompleta, la novena está en Do mayor, tonalidad básica, la más sencilla, sin bemoles ni sostenidos. Es plena e inmediata. Un triunfo del clasicismo, de lo acabado. La sinfonía segunda de Schumann está en Do, como Los Maestros Cantores de Nürnberg de Wagner.

Mendelssohn estrenó la Grande en la Gewandhaus de Leipzig en 1839, once años después de la muerte de Schubert, tras ser descubierta por casualidad por Robert Schumann, y se la tildó de «grande» en comparación con su otra sinfonía en do mayor, la sexta, «la pequeña».

La Obertura de Ruy Blas, con la que arranca el concierto, fue un encargo de la Caja de Pensiones Teatrales de Leipzig a Mendelssohn para servir de pórtico a las representaciones de del drama teatral de Victor Hugo en la ciudad sajona. Música de compromiso para introducir un hito del compromiso musical.