Madonna fue anoche bailarina de breakdance, rockera cibernética, doncella latina, femme fatale, princesa gitana, dominatrix, boxeadora, disco diva... y reina pop. Un trono con forma de eme, propio de una monarca, la acogió al inicio del concierto al son de Candy shop, rodeada de un cuerpo de baile que llegó a integrar a 16 titulares. Punto de partida de un espectáculo caleidoscópico, nutrido de guiños multiculturales y giros estéticos, al borde del exceso por dispersión, en el que la cantante vendió su último disco, Hard candy, y refrescó sus hits.

Un show que comenzó con retraso. A la hora en que debía comenzar el concierto, la montaña de Montjuïc estaba colapsada de tráfico y el Estadi se iba llenando de espectadores rezagados. El espectáculo no comenzó hasta que el flujo de público se detuvo, es decir, con 28 minutos de retraso. El recinto no se acabó de llenar, pero ofreció un buen aspecto con unas 45.000 localidades vendidas, según la organización.

Por fin, un montaje de dibujos animados inspirado en la película Charlie y la fábrica de chocolate (Tim Burton) fue el preludio de la salida a escena de Madonna, que en el primer bloque del show se movió en una estética urbana con pasos de claqué y aire retro. Los raperos Kanye West y Pharrell Williams irrumpieron en la pantalla de vídeo en Beat goes on, mientras la estrella se adentraba en la pista del estadio a través de la pasarela. Una de sus incursiones las hizo a bordo de un vehículo poco común; un reluciente Rolls Royce blanco sobre el cual los bailarines ofrecieron sus piruetas gimnásticas.

Hubo un raro momento de gloria para Britney Spears, que apareció encerrada en un ascensor, como un león enjaulado, durante la acelerada versión de Human nature, que Madonna interpretó con una guitarra eléctrica colgada (y, queremos suponer, conectada al equipo de amplificación) y sola en el escenario. Tomó el relevo Vogue, con menos componente house que en la versión original y más cerca del bakalao, y en la que se colaron acordes gruesos de Candy shop.

La segunda de las cuatro partes de que constó el show comenzó con un Die another day enlatado, con imágenes de Madonna en un ring de boxeo, y apuntó hacia el imaginario del hip-hop neoyorkino con guiños al arte contemporáneo de Keith Haring en las imágenes que ilustraron Into the groove. Bailarines en chandal y la estrella, saltando la comba y contorsionándose en una barra fija. Momento revival al que se sumó un refrescante Holiday. Una versión rockera de Dress you up integró acordes de My sharona, de The Knack, y She´s not me actualizó el repertorio aunque la coreografía miró hacia atrás con las bailarinas vestidas de otras tantas versiones de Madonna de los años 80 y 90. La estrella dio un beso en la boca a una de ellas, la que evocaba a la toy boy de traje blanco virginal. La escena condujo al rescate de la extrovertida Music.

Desfiló un Devil wouldn´t recognize you con montaje japonés y la brújula apuntó al mundo latino con un Spanish lesson de la cosmética flamenca libre, con fugaces tramas de salsa caribeña. Momento de empanada cultural, con guiños a España, Europa central y Asia, y una visita a La isla bonita con violines y aditivos zíngaros inspirados en el grupo Gogol Bordelo. El festín gitano siguió con Doli doli y remitió con You must love me, del musical Evita.

El clímax fundió éxitos recientes y clásicos: 4 Minutes, la estrella de Hard candy, hermanada con una impactante Like a prayer, la maniobra disco-gospel que hace dos décadas provocó al Vaticano. Uno de los momentos álgidos de la noche, con una adaptación con dosis extra de bombo, el Estadi Olímpic en pie y la pantalla de vídeo reproduciendo citas bíblicas envueltas en llamas. Luego, un Frozen endurecido, sin la majestuosidad original, seguido del paroxismo ciber-rock de Ray of light y un punto y final asentado en el presente con Give it 2 me. Las reglas de juego de Madonna siguen claras: en el pop, nostalgia, solo la justa.