LUGAR DE NACIMIENTO: SUDHO (PUEBLO JUNTO A TOKIO), EN 1943.

TRAYECTORIA: ESTUDIÓ DISEÑO EN JAPÓN, Y EN CÓRDOBA SE ESPECIALIZÓ EN CUERO ARTÍSTICO Y CERÁMICA.

Hisae Yanase es menuda, inquieta y de aspecto tan frágil como una muñequita de porcelana. Pero, al igual que en la naturaleza que recrea en piezas de cerámica y pintura, laten en su interior fuerzas capaces de poner patas arriba el más tranquilo paisaje. Tuvo que echar mano de esa energía que ella reconduce con temple y risas, muchas risas para ahuyentar la grisura de los días, cuando con 25 años dio el salto desde Japón a Córdoba, que más que salto debió de ser una pirueta de funambulista. Y en esta ciudad que hizo suya sigue 45 años después, convertida en artista de cimentado prestigio e icono de una fértil convivencia entre Oriente y Occidente.

Ejemplo de ello son las composiciones en papel sobre las que trabajaba la tarde de nuestra entrevista en su estudio --un espacio diáfano y tan ordenado como el resto de la casa-- a propuesta del Museo de Bellas Artes, que celebrará una exposición con un lienzo inédito de Julio Romero de Torres y estampas japonesas en la que Hisae Yanase será una invitada especial en representación de ambos mundos. "Yo no conocía el cuadro, pero Julio Romero pintó a dos japonesitas con moño; era la época del impresionismo y en Europa atraía mucho lo oriental". Ella, en un recorrido inverso, dibuja ahora moños cordobeses con trazos de esencia zen. Pura fusión cultural, que ha llevado al límite al protagonizar el spot con el que el Ayuntamiento promociona Córdoba y el flamenco en las redes sociales.

--Es usted una caja de sorpresas, no para de revelar facetas nuevas.

--Sí, es que como me gusta mucho participar en todo, la gente me propone cosas. A mí me gusta el flamenco, pero no tenía ni idea de cómo podía explicarlo. Y acabé contando lo que me pasa cuando voy a Japón, que me siento un poco embajadora de esa cuna del flamenco que es Córdoba.

--Pero lo que sorprende del audiovisual sobre todo es su soltura ante la cámara, porque en cuanto al flamenco raro es el japonés al que no le gusta.

--Yo es que tengo una teoría, y es que el flamenco procede de la India, y desde allí siguió el camino de Occidente y el de Oriente. Hay puntos en común con parte del folclore japonés, en los gorgoritos y en expresar sentimientos como dolor y llanto, la vida dura del campesino, el desamor... Por eso al japonés, aunque no entienda la letra, el flamenco le resulta muy familiar.

--Sin embargo aquí no se da el mismo interés hacia la cultura japonesa. ¿A usted le ha pesado ese desconocimiento?

--Sí, sí... es que aquí la gente mete a todo Oriente en un mismo saco. Lo primero es que no se distingue a los japoneses de los chinos, cuando son culturas muy distintas. La verdad es que yo misma no los distingo ahora; antes sí, pero no físicamente, sino porque los japoneses vestían más modernos y mejor que los chinos, pero ahora China está mucho más desarrollada que antes. Es que para el español el Extremo Oriente está muy lejos, aunque solo sea un día de avión. Cuando llegué a Córdoba lo más que se conocía del japonés era Nissan, Toyota, Suzuki..., las marcas de coches.

--¿Qué la trajo a Córdoba desde tan lejos?

--Tenía una amiga japonesa que se casó con un veterinario cordobés y, ya estando aquí, como yo había terminado en la Escuela de Diseño de Tokio y quería ampliar mis conocimientos en cuero artístico, me dijo que me vendría bien venir y conocer las técnicas del cordobán y el guadamecí. Y seguí su consejo. Yo tenía ganas de salir de mi país. Mi sensación, y la de la gente de mi generación, era que al ser Japón una isla todo llegaba tarde a ella, lo que ya no pasa con internet. Pero entonces había retraso en los movimientos artísticos. Quería venir a Europa, por el peso de su cultura antigua, y dentro de Europa me atraía España, un país muy particular y muy pasional. Pensé que tenía que ser un país muy artístico.

--¿Lo siguió creyendo después de conocerlo o la decepcionó?

--No, no me decepcioné. Me gustó el carácter español, oír cómo habla la gente. Aquí la gente no se calla, dice lo que piensa espontáneamente sin timidez, qué maravilla. Mi país tiene más pudor para expresarse, contar lo que piensas o lo que sientes es un gesto muy íntimo.

Llegó a Córdoba en 1968, tras atravesar la Unión Soviética en el tren Transiberiano y recalar unos días en el París de la juventud contestataria que buscaba la playa bajo los adoquines. Era el mes de agosto y pocas revoluciones se veían a la orilla del Guadalquivir. Lo que sí se encontró Hisae Yanase fue "mucho calor y polvo, había mucho polvo". Es lo primero que recuerda de su aterrizaje en la ciudad, y lo cuenta con esa curiosa forma suya de hablar a saltitos, con arranques y frenazos que se tragan palabras (huecos que me permito rellenar al transcribir la conversación para hacerla más comprensible) y en un acento mezcla de nipón y cordobés de barrio con el que tan expresiva resulta. "Ahora hay más parques, pero entonces no había zonas verdes en Córdoba --explica--, en el paseo de la Victoria había palmeras, pero no jardines".

Y añade envuelta en su risa de pájaro que el primer choque cultural vino con los horarios de la comida. "En Japón se toma un desayuno abundante, a las doce del mediodía algo ligero y la comida principal se hace a las siete de la tarde, nada que ver con lo que se hace aquí, y yo andaba con el paso cambiado. Lo mismo me pasaba con las horas de luz, me sorprendía que se alargaran tanto --continúa--. Estaba con mi amiga en un piso del Sector Sur, una construcción barata en la que se oía todo por el patio interior, y a las diez de la noche se oía siempre un ruido, cha, cha, cha, cha. Tardé tiempo en saber que a esa hora todo el mundo batía los huevos para hacer tortilla de patatas", ja, ja, ja.

--¿Le costó trabajo adaptarse a nuestras costumbres?

--Me extrañaba la abundancia de comida en el plato. Los japoneses comemos poco y en un cuenco, y a mí me ofrecían un plato grande de lentejas, que ahora me gustan mucho pero entonces, con ese color oscuro y morcilla negra, me parecían asquerosas. Pero claro, mi casera me las ofrecía y yo me las comía. Alquilé una habitación en casa de esa señora, viuda con hijos estudiando; buena gente. Era uno de los pisos de Renfe que había en la avenida de América. Le llevaban a la señora una Virgen metida en una caja de madera con cristal y le rezaba allí sentada en la mesa del comedor. Eso me llamaba mucho la atención porque nosotros rezamos en el templo, muy espirituales, no en el sitio donde comemos".

--¿Tuvo usted problemas con el idioma?

--Apenas si hablaba español. Lo aprendí escuchando a la gente. Me costaba mucho trabajo porque oía la palabra y la buscaba en el diccionario, pero como aquí se comen las eses no la encontraba. Y oía "Eso tiene tela", me iba al diccionario y encontraba "tejido". Nada, no entendía lo que decían. En clase mis alumnos se reían mucho. Les hablaba de la roca madre de arcilla pero pronunciaba "loca madre", y cosas así. Había un buen ambiente, yo tengo sentido del humor y me río de mí misma.

--Procediendo de Tokio, con sus multitudes y sus prisas, la Córdoba de los años sesenta le parecería algo así como una aldea, ¿no?

--Sí, cuando llegué Córdoba era un pueblo, había pocos coches y la ciudad estaba muy tranquila y muy limpia. Las mujeres limpiaban de rodillas el trozo de calle frente a su casa. Y me parecía agradable encontrarte en la calle con gente que te saludaba, era como una gran familia.

--¿Ha cambiado mucho la ciudad en estos años?

--Sí, ahora está mucho más sucia, antes la gente no tiraba bolsas de chuches ni latas en la calle. Tengo la impresión de que se está perdiendo la educación familiar. Ya nadie dice gracias por nada. Pero Córdoba ha mejorado muchísimo con la estación del AVE, hay más fluidez de comunicación. También hay más jardines, yo paseo mucho con mi perra y veo a la gente disfrutando de ellos. Y la zona del Sector Sur está mucho mejor. El parque de Miraflores está precioso.

--Y eso que siguen sin dar uso al C4, el centro de arte contemporáneo, y que no construyen la prometida nueva sede del Museo de Bellas Artes. ¿Qué opina de esos retrasos?

--Todo va muy lento. Los artistas llevamos toda la vida pidiendo un centro de arte. Y la ilusión poco a poco se va apagando. No sé si es culpa de los políticos o del ciudadano, pero parece que la ciudad no tiene iniciativa, no quiere arriesgar. Pierdes la paciencia, porque claro, yo ya soy mayor, y tengo ganas de ver funcionando todo esto antes de morir (se parte de risa).

--Es curioso, está contando exactamente lo mismo que me dijo en otra entrevista Rita Rutkowski, otra extranjera --neoyorkina en este caso-- afincada en Córdoba. Pero ella además se quejaba del trato recibido, sobre todo en los primeros años. ¿A usted cómo la trataron?

--Yo no tuve problemas raciales. Aunque la gente no distingue a un chino de un japonés, cuando se enteraban de que yo era de Japón me respetaban. "¡Ah! Un país muy trabajador, muy desarrollado". En lo demás, este país, como todos, te trata bien mientras no quitas a otro el trabajo, si lo haces empiezan las críticas. A mí me encargaron en Bujalance el monumento a Juan Díaz del Moral, y otro artista dijo que por qué se le había encargado a 'la

china'. Me llaman china dos personas, una en plan cariñoso y no me molesta, la otra como insulto. Y aunque no me lo dijeron a mí, cuando entré en 1976 a trabajar en la Escuela de Artes y Oficios algunos pensaron que le estaba quitando el puesto a un cordobés, cuando yo entré sin pedirlo. Fue el director, don Dionisio Ortiz, quien vio una exposición mía de cerámicas en la Galería Studio Jiménez y me propuso sustituir al profesor que se había jubilado.

--Y si llegó para especializarse en el cuero artístico, ¿cómo acabó de ceramista?

--Porque había pocos talleres de cuero, el de López Obrero en la calle de las Flores y el de Bernier, en una casa-palacio de la calle Encarnación. Como quería aprender me iba a la biblioteca y copiaba --copiar es bueno para la observación-- los dibujos de arabescos, porque entonces no había fotocopiadoras. Y un día Alfonso Ariza, pintor y ceramista que vivía en Cañero, me propuso ir a su taller. Era sordo y por eso estaba un poco aislado, pero tenía muy buen nivel. Me interesó mucho lo que aprendí con él y en Manises, porque aunque en Japón hay gran tradición de cerámica es de tipo utilitario, y aquí me enfrenté a la cerámica decorativa, no solo a hacer platos y cuencos.

Guarda una buena colección de esos cuencos, tazas y platitos japoneses en una vitrina del salón donde charlamos, una estancia no demasiado recargada de arte, aunque tampoco de decoración minimalista, donde conviven en armonía Oriente y Occidente. Como en el resto de la enorme casa, una vivienda antigua situada al fondo de una calle laberíntica de San Agustín. Allí hay sitio para el trabajo en el taller con su correspondiente horno, esa boca de fuego que engulle las piezas sin garantizar nunca el resultado, y también hay espacio para el disfrute de la naturaleza en los patios, donde entre olor a jazmines y azahar un olivo da sombra a una pequeña colección de bonsáis.

--¿En qué barrios ha vivido desde que llegó?

--Me fui a vivir a La Fuensanta cuando me casé con mi primer marido, que era alumno de Pepe Duarte. Tuvimos una niña, pero se murió con dos años --le cruza la mirada una sombra oscura--. Desde que nació mi niña sabíamos que no iba a durar, me pasaba las noches con ella en brazos, y de día trabajaba, pero fue un gran aprendizaje humano. Cuando tengo problemas los comparo con los de aquellos años y me parece que no es tanto. Después no funcionó el matrimonio y nos separamos.

--Y se volvió a casar, con un hombre mucho más joven que usted. Supongo que, aunque aparenta bastante menos edad de la que tiene, su decisión sorprendería a más de uno.

--Cuando vuelvo a Japón mi amiga de infancia me dice que se nota que tengo un marido joven porque yo aparento menos años que ella (risas de nuevo). Antonio, que también es pintor y ceramista, había sido alumno mío, pero entonces no podía imaginarme que me casaría con él. Tiene mucha sensibilidad, y mucha paciencia; me escucha como amigo. Mentalmente parece mayor que yo, que soy más de moverme. Ahora, en la convivencia se nota un montón que es más joven, su generación nació con menos complejos machistas. El no tiene complejos en limpiar la casa ni en ir con el carrito de la compra al mercado.

--Pues vaya suerte que tiene usted. Porque eso le dará más libertad para seguir creando y para viajar. ¿Ha vuelto muchas veces a Japón?

--Cada tres o cuatro años, a ver a la familia. Mi madre vive todavía, tiene 92 años.

--¿Qué recuerdos guarda de su infancia?

--Tenía una muñeca de trapo hecha por mi madre y era feliz inventando juegos. Después de la II Guerra Mundial mi país era muy pobre, pero digno. Había mucha comunicación entre los ciudadanos. Si en mi casa sobraba comida se la pasábamos a los vecinos en un cacharro bonito. Hoy el nivel de vida ha subido pero todo es más impersonal. Y hay mucho consumismo.

--Su padre escribía poemas, ¿no?

--Escribía haikus, hacían una revista entre amigos. Era accionista de una fábrica que producía piezas de coches. Su padre era sacerdote de sinto, una religión autóctona, pero él no quiso sucederle. A mi padre no le gustó que me viniera a España, y me puso como condición que antes hiciera omiai , que era intentar aceptar el novio que mi tía buscaba para mí. Pero mi plan era perfecto: tenía el dinero y mi amiga me esperaba en Córdoba. Y me vine.

--Y aquí se quedó para siempre, supongo que dividida entre dos mundos. ¿En qué idioma sueña, en japonés o en español?

--En español, me siento española. Pero me pasa como en el cuento japonés en que un pescador encuentra una princesa en el fondo del mar y cuando vuelve a su casa después de muchos años bajo el agua está canoso y no lo reconocen. Alguna vez veo televisión japonesa por internet, pero no estoy al tanto de lo que pasa allí. Aquí tengo mi casa y amigos. Lo otro son estampas bonitas del pasado.