El pasado 15 de septiembre, Hungría cerraba su frontera sur con Serbia y empezaba a alzar una valla de alambre de espino de cuatro metros que pretendía evitar que el éxodo de miles de refugiados que llegaban a Europa cruzara el país balcánico. Familias enteras se quedaban atrapadas en el limbo de Röszke, la primera población húngara en la que entraban, sin entender por qué no podían proseguir un camino con destino mayoritariamente a Alemania. Muchos se desesperaron e intentaron cruzar el cordón policial pero fueron recibidos con gases lacrimógenos y cañones de agua. Mientras los líderes de la Unión Europea se ponían las manos en la cabeza por su incapacidad de reaccionar ante un problema de tal magnitud, en Hungría el primer ministro, Viktor Orbán, sonreía al ver cómo su plan para dar la espalda a los refugiados y a las directrices de Bruselas empezaba a tomar forma.

Un mes más tarde y con el continente sumido en una crisis de liderazgo que impedía llegar a un acuerdo sobre una política común de acogida a los exiliados, Hungría seguía su estrategia de fortificación y cerraba la frontera oeste con Croacia. Todo el sur del país se encontraba cerrado por el metal y soldados armados. La mano dura de Orbán era ampliamente criticada por mandatarios europeos como la cancillera alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, François Hollande. Ambos pedían un sistema de repartición en cuotas de refugiados al que Hungría hacía ascos abiertamente. Mientras, dentro de sus fronteras el discurso etnicista del ultraconservador Orbán calaba en gran parte de la sociedad húngara, que aplaudía su decisión de blindarse para cerrar el paso a los refugiados.

A dos semanas de decir adiós al 2015, el primer ministro húngaro no solo ha reforzado su popularidad en casa sino que otros socios europeos han seguido su camino. El nombre de Orbán había ido asociado al conservadurismo nacionalista, a su dominio de la política húngara y a los diversos casos de abuso de poder que llevaron a cientos de ciudadanos a protestar en la calle. Ahora su legado más visible es la mano dura con la que ha castigado a los refugiados.

En el centro de su debate ha situado la religión, criminalizando el islam y vendiendo el éxodo de miles de personas como un choque de civilizaciones que pone en amenaza los valores cristianos. "Tenemos derecho a no querer vivir con musulmanes. No hace falta pretender que todos somos iguales", confesó. Ese mensaje también ha sido utilizado de forma muy efectiva por la ultraderecha y los populismos conservadores que se han disparado en toda Europa, desde el Frente Nacional francés de Marine Le Pen al partido Ley y Justicia de Jarsolaw Kaczinsky.

Ese auge del mensaje religioso ha cobrado un nuevo sentido tras los atentados yihadistas de París que causaron 130 víctimas. A pesar de que los atacantes eran europeos, su condición de islamistas radicales fue utilizada por Orbán para intentar legitimar su discurso xenófobo. "Todos los terroristas son básicamente inmigrantes", sentenció mientras culpaba a países como Francia de la concentración de esas comunidades en guetos de la periferia. Pese a sus controvertidas declaraciones, los ataques a la capital francesa han alterado la percepción sobre el primer ministro húngaro.

Tres meses después de cerrar las fronteras, Orbán parece haberse convertido para muchos en un modelo a seguir. El desbordamiento de la UE ante la incesante llegada de refugiados y la intencionalidad de vincularlos a los ataques de París han hecho que su discurso xenófobo sea cada vez más aceptado.