Es realmente complicado entender por qué uno se lanza a la aventura de correr algo más de 42 kilómetros, por qué sacrifica tantas mañanas de domingo, tantos planes, tantas noches, por un solo día.

Quizá no haya explicación, pero en días como ayer, es un poco más fácil encontrarla. En la salida, cuando lleno de nervios te ves rodeado de otros tantos miles de locos. Es difícil no emocionarse en tu primera maratón, al pasar por una curva plagada de gente, que aplaude, anima e incluso grita tu nombre. En una ciudad como Sevilla, un recorrido mágico, con grupos de música esparcidos por las calles mientras atraviesas lugares emblemáticos y los sientes tuyos. Sufres, pero eres afortunado, un privilegiado. Solo ves belleza.

Rodeas la Plaza de España, con un sol fabuloso, y entras en el casco histórico, por las vías del tranvía; más de 30 kilómetros, las piernas ya pesan. Antes has pensado mucho, has recordado momentos y a muchas personas. Alguien te espera en la meta.

Hay instantes en los que crees no poder más. Pero ahí aparece una fuerza misteriosa que te eleva. Acabas incluso bien, como un héroe, entrando en el estadio Olímpico. Te gustas y esprintas. Y al cruzar la meta no sabes qué sentir.

Buscas y buscas un abrazo. Estás en una nube.