Bourama tiene cara de buena gente. Su vida no ha sido nada fácil, ha tenido que superar obstáculos a edad muy temprana, pero eso no le ha hecho perder la sonrisa ni las ganas de vivir. Alegre y trabajador, es un joven hecho a sí mismo que tuvo claro desde muy pequeño que quería prosperar y con ese afán se embarcó en una aventura que sigue escribiendo a día de hoy.

«Salí de Mali con 15 años», recuerda, «me fui de noche, sin decir nada a nadie, solo, para intentar llegar a Europa». Llevaba una mochila con algo de ropa, sin comida, porque en casa no sobraba nada. «Me fui a las tres de la mañana y anduve 15 kilómetros hasta llegar a un pueblo, descansé dos horas y seguí el camino», recuerda, «luego seguí andando hasta el siguiente pueblo, descansé y dormí con una familia que me dio algo de comer y seguí caminando». Con la mirada puesta en un futuro mejor, sus pies le llevaron de algún modo hasta la frontera de Mauritania, donde se quedó dos meses trabajando en lo que encontró para conseguir algo de dinero. «Pagué 2.000 dirham para coger un coche con gente del pueblo hasta otra ciudad y luego otros 10.500 dirhams hasta la siguiente», relata.

Comer, comía poco. El dinero que ganaba tenía que invertirlo casi íntegramente en los traslados, cada vez más costosos. Una vez en la capital de Mauritania, buscó trabajo y permaneció cinco meses para reunir los 15.000 dirhams que le permitieron pagar un billete hasta Marruecos. «En Marruecos empezó lo peor, una pesadilla», asegura, «pasé un año trabajando para intentar pasar el Estrecho y fue muy duro, muy muy duro».

En ese año, pagó dinero a las mafias hasta siete veces por siete pateras que acabaron retiradas por la Policía marroquí, que, según cuenta, no se diferencia demasiado de las mafias que operan en la zona. «No pasaba un día en que no hicieran algo malo, nos cogían y nos arrancaban la ropa, nos robaban, nos pegaban, fue horrible», insiste, con los ojos perdidos en algún recuerdo desagradable y doloroso. «Te tratan como un delincuente», afirma rotundo, «y no puedes confiar en nadie porque allí no hay amigos». El tiempo pasaba y, desesperado, una vez intentó saltar por Melilla, por la zona sembrada de concertinas, pero no lo logró y volvió a probar suerte para intentar cruzar por el mar.

Las pateras eran interceptadas una y otra vez por la Policía tirando por la borda cada vez entre 500 y 1.000 euros ahorrados a base de mucho trabajo para pagar a las mafias que proporcionan los traslados. Cuando cumplió 16 años, un día, el mar despertó «muy levantado» pero, a plena luz del día, se embarcaron en el mar. «Estuvimos tres horas a la deriva», recuerda, «vimos pasar dos barcos y el tercero, de Cruz Roja, nos recogió». Como tantos otros, Bourama se subió a aquella embarcación sin saber nadar, un niño, el más pequeño de sus tres hermanos, confiado en cumplir su sueño de prosperar. Una vez en Tarifa, los trasladaron a todos a la Policía de Algeciras. «Nos pedían los documentos, pero yo no tenía», explica, «y después de tres días me mandaron a Puente Genil». En ese momento, Bourama no hablaba ni una palabra de español. «Llegué a Córdoba unos días después, muy cansado, al centro de menores», recuerda.

Cuando cumplió los 18 años, después de haber mostrado un comportamiento ejemplar, Córdoba Acoge lo acogió en un piso y al tiempo, en el 2015, consiguió los papeles de residencia. «Para que te los den en el centro de menores tienes que estar al menos un año y yo no llegué a estar doce meses», cuenta sincero. Durante la estancia en el centro de menores y en el piso, no solo acudió a las clases en el instituto Ramón y Cajal, donde se soltó con el español, sino que aprendió a hacer todo lo necesario en una casa. «Sé limpiar, planchar, lavar, cocinar y me hicieron responsable del piso de Córdoba Acoge hasta que me fui a mi propia casa», explica sonriente.

Dejó el piso para ir a Murcia con un amigo en busca de un trabajo en el campo, «con mis papeles para trabajar», aclara, «pero cuando llegamos allí no nos dieron contrato y volvimos».

Para entonces, ya había conocido a Carmen Guisado, la responsable de Cáritas Sagrario, y empezó a colaborar ayudando en el patio, limpiando y cuidando las flores y con el reparto de alimentos. Fue gracias a su intervención y de otras personas que Bourma no llegó a ser expulsado de España, ya que mediaron con Extranjería para gestionar los papeles.

«Yo mandé mi curriculum a muchas empresas», comenta Bourama, «pero no me daban trabajo porque no tenía papeles, hasta que fui a los viveros La Conchuela y con ayuda de Carmen me pusieron de prueba». Al verlo trabajar, según ella, viendo que es una persona seria y formal, decidieron contratarle y están muy contentos con él. Una vez cumplidos cinco años en España, la residencia de larga duración está garantizada, así que en el 2015 consiguió la documentación con la que pudo volver a respirar tranquilo.

Desde entonces, todo su afán es conservar su empleo, trabajar duro y ganar el dinero suficiente para poder vivir y ayudar a su familia, a quien envía la mayor parte del dinero que ingresa. En el 2017 pudo volver a ver a su madre a Mali. «Está muy mayor y quería verme por si le pasaba algo», explica con los ojos vidriosos, consciente de que pese al tortuoso camino que ha vivido es un hombre afortunado. «En Mali no hay nada, no puedes mejorar, solo hay trabajo en el campo, solo pobreza». Ahora vive en un piso de alquiler con otro compañero. «Estoy bien en este trabajo, soy afortunado», asegura, aunque le gustaría mucho aprender carpintería: «Ojalá pueda ser carpintero algún día».