Si son de los que callejean por el casco antiguo, lo habrán «visto y no visto» en alguna taberna, aquí o allá, con estrambótico sombrero o peluca, bastón en mano y extravagante corbata, reliquias todas de su cajón de sastre. Figura escueta de sonrisa pícara, si hubo suerte, quizás lo contemplaron en acción, declamando versos o cantando algún tema demodé. Por más que lo niegue, diríase que no anda sobrado de cuartos, lo cual no le impide vivir a todo trapo. «El dinero está para gastarlo, ni para tirarlo, ni para guardarlo, vivir la vida es la mejor inversión, yo quiero morirme sin un duro, si me muero me muero y en paz, pero mientras estoy aquí, disfruto a mi manera, soy feliz, cuánta pobre gente hay por ahí cargada de billetes...».

Esa es la filosofía de Juan Pérez Latorre, el loco más cuerdo de Santa Marina, el sastre bohemio que a sus 77 años sigue saliendo «de marcha» a diario apurando la noche como si de un adolescente se tratara. Solitario empedernido, teórico del amor, se confiesa noctámbulo y romántico, aunque no se le haya conocido pareja en su vida. «Me gustan las mujeres y creo en el amor, por eso estoy solo», explica socarrón. «Me gusta alternar y despertar en Puerto Rico con mi sol y sombra», dice. En los muchos bares que transita desde el Centro a la Axerquía lo conocen como Jimmy el rápido, asegura, «porque yo no paro, me tomo mi copita y me voy». Antes de comer, «mi vermut rojo y mis berberechos», y luego... su medio de fino. Por más que beba, no se le ve nunca piripi. «Hay que saber beber y saber estar», aclara.

Risueño, bromista y trovador, no es capaz de resistirse a un piropo cuando ve a una mujer bonita, asegura sin complejos, «siempre con educación», y no acaba de entender que eso esté mal visto hoy en día. «Yo soy de abrir la puerta a las señoras», confiesa. «¿Qué mal hay en eso?», se pregunta antes de saltar a otro tema. Nunca quiso hijos y dice no entender a los jóvenes de hoy. «España está fatal porque la juventud de ahora, sin generalizar porque hay gente muy maja, tiene muchos estudios, pero poca educación», sentencia. «No saben ni vestir y se ríen cuando ven a alguien como yo, con categoría», indica. Vino al mundo el 4 de octubre de 1942, «el día de San Francisco», subraya, en una pequeña aldea llamada La Torre de Utiel (Valencia). No conoció a su madre, que murió de un infarto cuando él tenía dos años. «Mi padre se casó con otra mujer, una como la madrastra de los cuentos, muy mala, me pellizcaba y me habría tirado al pozo en un descuido», relata endulzando con humor un pasado amargo. Así que a los cuatro años, un tío de su padre se lo llevó a Barcelona y a los 12, ya estaba buscándose las habichuelas. «Estuve tres años de aprendiz, otros tantos de aprendiz adelantado y tres o cuatro más de oficial antes de irme a la academia para aprender el corte y saber afinar», cuenta mientras cuestiona los sistemas actuales de enseñanza del oficio. Del taller de su primo se fue a trabajar a una empresa hasta que montó su propio negocio: «Mis trajes han desfilado en Cibeles, en Gaudí, los ha llevado gente muy famosa de la época como Rudy Ventura y José Guardiola». Mucho ha llovido desde entonces. «Me río yo de muchos modistos famosos que son solo una marca; yo lo hacía todo con mis manos», recalca, al tiempo que enseña los acabados de su chaqueta, una de las más de 50 que apila en su apartamentito del patio de Marroquíes 6, envueltas en plástico y aroma a naftalina, junto a su antigua máquina de coser y una montaña de fotografías: «Siempre he llevado pelo largo, pendientes y barba».

En Córdoba, lleva viviendo 33 años, desde que se vino a trabajar a una empresa, según cuenta, y aquí ha hecho su vida. «¿Solo yo? Hablo con todo el mundo, si cobrase un euro por cada foto que me hace la gente, me haría millonario», expone. «Me toman por un loco por mi aspecto y porque siempre voy canturreando, pero yo siempre respondo que los locos somos los que hacemos el camino que recorren los sabios», añade. De las nuevas tecnologías no sabe nada ni le interesa. «Los locos son esos, los que van por ahí todo el tiempo embobados con la pantallita, sin mirar a quienes se cruzan por la calle».

Mejor o peor, con o sin letra, canta a todas horas y, por la noche, se va al karaoke, donde lo esperan con su Legendario-hielo al entrar por la puerta, afirma orgulloso antes de hacer de las suyas: «Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no conozco esa razón...». Residente media vida en Barcelona, se retuerce cuando se nombra el independentismo y, aunque rehúsa hablar de política, no hace falta escarbar mucho para ver de qué pie cojea. No usa transporte público ni privado, porque lo suyo es gastar suelas, algo más elevadas de lo normal por decisión propia, para ganar en altura y elegancia. «Andando se te quita el frío, se quema colesterol y baja el azúcar», indica señalando su tripa. «Estoy hecho un pincel, sin barriga», precisa. Abuela no tuvo, pero tampoco le hace falta porque él mismo se sube la estima cada dos por tres. «Mira mi cara, ni una arruga, gracias a mi vecina Mª Ángeles, que me prepara una crema especial con olor a pachuli que es una maravilla», comenta revelando al mundo su secreto de belleza. «También me hacen las uñas una vez a la semana», dice. Mª Ángeles, que pasa por allí, lo confirma y le devuelve el halago: «Juan es el mejor vecino; no se mete con nadie y siempre está contento». «Tengo algo especial», dice sonriente. No cabe duda. A su look no le falta un perejil. Lleva en las muñecas al menos seis relojes, más uno de bolsillo que le cuelga en la solapa, y otros dos que le hacen de gemelo en los ojales. Basta mirarlo para saber que con él no solo se paró el tiempo, sino que se rompió el molde.