Opinión | Foro romano

Fusiles, claveles, cardos y fango

Hace cincuenta años España empezó a mirar hacia la vecina Portugal, en plena revolución de los claveles, para encontrar lo que aún no existía en aquel país en dictadura: la democracia

La hora que la política atraviesa un momento en el que hasta el llanto y el crujir de dientes se refleja en la cara de un presidente de Gobierno, legalmente elegido, es el momento de mirar esas efemérides que nos transforman como seres humanos porque hablan de libertad, compromiso, ética, estética y belleza moral. Me refiero al pasado jueves 25 de abril, día en el que desde hace 50 años celebro, esté donde esté, aquella revolución de Portugal en la que los soldados le sacaron las balas del dictador Marcelo Caetano a los fusiles, los llenaron de la belleza de los claveles que una camarera se llevaba de un banquete suspendido y convirtieron la plaza del Rossio en un nuevo espacio donde las notas de la canción Grandola, vila morena alertaban a los españoles amantes de la libertad a imaginar un tiempo parecido en España, el que poco después se llamaría Transición. No sé si las clases de aquella mañana habían sido de Estética, Sociología o Filosofía del Derecho, lo cierto es que éramos muy jóvenes y acabábamos de salir de la «Ponti», la Universidad Pontificia de Salamanca, donde cursábamos el último año de la carrera de Filosofía Pura. Era jueves 25 de abril, hacía sol y casi como todos los días a esas horas nos parábamos en alguno de los bares del Paseo de las Carmelitas, antes de llegar a la Puerta de Zamora, por donde vivíamos, donde ponían tapa gratis con las cervezas y los tintos. Y tampoco me acuerdo de la tapa que nos pusieron, si jeta, farinato, morros, torreznos, patatas o ancas de rana. Lo cierto es que aunque era un tiempo sin móviles, ordenadores ni internet, por la radio, por la televisión del bar o por los comentarios de los clientes y de mis compañeros Pepe Aranda, Ángel López Alegre y José Ángel Costa Berni se me quedaría grabada para siempre la noticia de aquella madrugada en Portugal, el alumbramiento de una primavera de claveles rojos adornando cañones de fusiles. El pasado jueves, 25, hizo cincuenta años, tiempo en que España empezó a mirar a Portugal para encontrar lo que aún no existía en aquel país en dictadura: la democracia.

Y es que ahora, que parece que aquellos fusiles de Portugal han cambiado sus claveles por cardos, y una parte de la política intenta caminar por el fango de la dictadura, hay que volver a fijarse en los momentos en que hemos sido felices, como el de los grifos de las comarcas de Los Pedroches y El Guadiato donde ha vuelto el agua limpia a correr por sus cañerías. O esta misma mañana, donde las flores serán la única arma arrojadiza con la que se «peleen» los ciudadanos cordobeses en la «batalla» que se librará por el centro de la ciudad adornada con claveles y coches de caballos. También nos pondremos contentos por los 50 años de los patios, los 50 de los primeros alcaldes democráticos, los treinta del centro comercial La Sierra, los 60 de cultura y lucha del Juan XXIII y los cien años de Telefónica. Era todavía un crío y estaba estudiando bachillerato. Uno de mis escenarios favoritos era el barranco de los Baños califales, en el Campo Santo de los Mártires, al lado del Jardín del Obispo. Todavía era virgen en llamar por teléfono desde una cabina.

Un día se me ocurrió cometer el pecado de ponerme de actualidad porque Telefónica nos ofrecía hablar con nuestros padres aunque estuviesen muy lejos. Conseguí unas monedas, me envalentoné, las eché por la ranura del auricular y hable por teléfono. Era necesario cometer el pecado de la modernidad para no quedarte atrasado. En aquel tiempo en que el silencio de pasar páginas de un periódico o de un libro no se rompía por el sonido de los móviles y muchas horas del día te invitaban a pensar. Antes de la hora de los cines de verano, que podías intuir en la pantalla de enfrente, donde se peleaban indios y vaqueros, por donde ahora se levanta el hotel Hesperia. En aquel tiempo en que leía la revista Fans y descubrí la existencia de Serrat, nuevo Premio Princesa de Asturias de las Artes, al que el Ateneo de Córdoba, que entonces dirigía Antonio Perea Cahue, le concedió la Fiambrera de Plata el 11 de marzo del 2001 en Bodegas Campos y le pedí al «noi» de Poble Sec que le diera recuerdos a mi cuñado Rufino, que vivía en Santa Coloma. Cuando todos pensábamos en la libertad.

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