Ya tenía yo edad para haber dejado de creer en los Reyes Magos cuando una noche del cinco de enero de hace muchos años me decidí a poner mis zapatos en la ventana de mi habitación en un último intento a la desesperada por conseguir un regalo. Miré hacia las estrellas en aquella mágica noche de un cielo negro, frío y cristalino, puse mis dos manos sobre el pecho y deseé desde lo más hondo de mi corazón que alguno de los tres magos descendiera sobre mi casa y me concediera lo único que sentía echar en falta de verdad en mi vida, atrapado en aquel cuerpo de niño.

A la mañana siguiente no tuve valor para acercarme y abrir la ventana. Anduve descalzo, pensativo, imaginando lo que habría podido ocurrir aquella noche. No quise desayunar. Así estuve deambulando por la casa de arriba abajo hasta que mi madre se percató y me obligó a buscar mis zapatos. Le dije que no sabía dónde estaban, pero no lograba convencerla con mis contradictorias explicaciones. Hasta que mis hermanos comenzaron a reír y reír sin compasión señalando al unísono hacia mi ventana. Y así, de esta cruel manera, fue como dejé de creer de una vez y para siempre en los Magos de Oriente.

Más adelante, por supuesto, también yo entré en el juego de alimentar y mantener la ilusión de otros niños, con mis muchos sobrinos. He hecho de Rey Mago un año tras otro, entrando por la noche en todas sus casas. Pero siempre he conservado dentro de mí ese poso de amargura y decepción que me sugiere esta fiesta. Descubrir cuál es la realidad de tus sueños, de qué manera se materializan tus deseos, siempre tiene algo desconcertante y decepcionante. Casi nunca el juguete es como sale por la tele. O viene sin pilas. O no sé jugar con él más allá del día seis de enero.

Pero aquella gélida mañana de enero también sucedió otra cosa no menos importante. Aquella salvaje humillación, el ridículo absoluto en que quedé ante mi madre y mis hermanos mayores, me marcaron a fuego y para siempre una idea que ha sido desde entonces un axioma en mi vida: «No creas ni confíes en nada que no entiendas y que no dependa al menos en parte de ti». Ese principio fundamental, construido por el crudo empirismo de un día de Reyes, me llevó más tarde a perder la fe en el cristianismo que hasta ese momento profesaba. Y también me condujo hacia la filosofía y la ciencia. Ese espíritu radicalmente subjetivo y empirista me apartó de cualquier veleidad filosófica y política, incluido el comunismo ideológico y todos los demás ismos. (Debo admitir que estos últimos años ha llegado incluso a empujarme lejos del empirismo, al dudar de la propia experiencia como vía para conocer la realidad de ahí afuera, si es que acaso existe tal cosa. Pero ese es otro tema).

Siempre me han incomodado las religiones, las ideologías, y también los líderes. He creído en la fuerza vital de los individuos, en la emergencia de las ideas e interpretaciones colectivas mediante el debate, la lucha en igualdad de condiciones, la confluencia y la autoconstrucción sobre la libertad y la dignidad de cada individuo. Me atrajo la polis y la democracia asamblearia, el movimiento comunero, el mito de la revolución francesa... Pero también la vida en el interior de un hormiguero o un termitero, la verdadera república autoconstruida, donde la reina es la única que no puede vivir por sí sola, y verdaderamente está al servicio absoluto de los demás.

Así, podría afirmar sin rubor que los Reyes Magos sí me concedieron finalmente mi deseo. No dejaron en mis zapatos el libro que les pedí. Y aquello me hizo mirar la vida de frente, observarla directamente y sin intermediarios. Los libros están muy bien. Pero la vida de cerca es todavía más grande, sobre todo cuando puedes disfrutar de ella como un ciudadano libre.

Salud y República.

* Profesor de la UCO