En el guión de la superproducción que es la vida los papeles secundarios son los más auténticos. Los secundarios constituyen la pasta que sostiene y da volumen a cualquier historia, y, como es de ley, son los grandes perdedores, los que menos cobran, los que ponen el culo y la cara para las tortas. Por eso a casi todos nos caen tan bien, en el cine -que es la ficción de algo tan ficticio de por sí como es la propia realidad- como en la calle, los secundarios que ejercen de ello. En el cine, hicimos nuestros a gente como los Luis Ciges, los tantos Ozores que en el mundo han sido como arenas en el desierto y estrellas en el firmamento, las Chus Lampreave y las Terele Pávez, los José Sazatornil y los Agustín González, los Alfredo Landa, los Pepe Isbert y toda la saga de los Isbert, los Antonio Ferrandis y las Rafaela Aparicio. Y, ahora, la muerte en accidente, nos recuerda a Alex Angulo, aquel gran secundario en El Día de la Bestia . La simpatía de los ciudadanos con los secundarios de mentira responde no a otra cosa sino a sentirnos todos secundarios en este teatro de la vida en el que los papeles principales acaban en manos de quienes, a la postre, se convierten en los prepotentes, los ambiciosos, los poderosos, los ladrones de guante blanco y caja en Suiza, los miserables. Veo en un vídeo cómo los secundarios de la vida protestan en una calle porque la policía obliga a una mendiga anciana a desalojar su puestecillo, seguramente porque el actor principal desde su despacho cree que su gran puesto depende de ello. Mientras existan secundarios que se crean su papel, aún hay esperanza.

* Profesor