Dentro de una semana, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Francia y toda Europa se someten a una prueba de fuego. El resultado de Marine Le Pen puede convertirse en la culminación del ascenso de la extrema derecha en el segundo país europeo, fundador de la UE y sostén imprescindible, junto a Alemania, del edificio común, resquebrajado ya por los altos porcentajes de voto ultra en Austria, Holanda, Finlandia o Dinamarca y por las derivas autoritarias de los gobiernos de Hungría y Polonia. El empuje ultraderechista responde a la acumulación del malestar social iniciado a finales de los años 70. La desigualdad social, el paro, la precariedad laboral, el empobrecimiento de las clases medias y los recortes del Estado del bienestar producen una progresiva desafección política, que se agrava con la globalización incontrolada. El fracaso de la integración social de la inmigración ha abonado al mismo tiempo la demagogia ultra de culpar al extranjero de todos los males y ha situado la crisis de los refugiados en el centro del debate europeo. Un debate en el que crece el euroescepticismo, cuando no el antieuropeísmo. La UE está ante el momento más crucial de sus 60 años de historia. Pero la solución no son los repliegues nacionales, sino en lo que ahora se llama «mejor Europa», que pasa necesariamente por la democratización de sus estructuras y por un cambio de políticas para recuperar el modelo social europeo.