Aunque no es probable que el anciano cronista se equivoque en el dato habida cuenta de su acezante interés por el tema, en el dinámico desarrollo de la Fundación Ortega-Marañón todavía no se ha llevado a cabo un estudio con aspiraciones de exhaustividad acerca de la postura del autor de El hombre y la gente ante la «cuestión catalana». Madrileño de rompe y rasga y español al cuadrado, tal preocupación entró muy pronto en el rico, casi inacabable mundo de su pensamiento. Comúnmente, en nuestras historias de la literatura hispana es Unamuno el escritor más citado a propósito del diálogo castellano-catalán en el arranque de la pasada centuria. Sin suprimir de la enjundiosa biografía intelectual del rector salmantino el preciado título de su protagonismo estelar en episodio tan relevante, es lo cierto, sin embargo, que la atención por el Principado catalán ocupó en la trayectoria orteguiana un lugar más destacado que en la del primero. Su obra lo atestigua, y también su corta excursión por la política activa en los días de la Segunda República a cuya implantación contribuyese en elevada medida.

Y sería justamente en esta corta etapa de su fructífera existencia cuando el tema catalán llegó a situarse en el centro de sus trabajos y anhelos. Su experiencia parlamentaria en el primer bienio republicano fue a estos efectos decisiva. Ideas y pensares chocaron con la piedra de toque de la realidad más abrupta, provocando en el ánimo del intelectual de mayor influencia en la primera mitad del novecientos hispano un verdadero seísmo en sus posiciones y talante cara al catalanismo. De la comprensión y hasta simpatía veteada de recelo de su etapa moceril, los acontecimientos del bienio azañista le hicieron traspasar la línea roja del repudio y el escepticismo más hondo frente a una relación en la que la historia había demostrado que no cabía, según su definitiva postura, otra política y actitud que la de la «conllevancia».

El tema de la discusión y aprobación del Estatut de Cataluña en el verano de 1932 fue, conforme se sabe, el detonante que le impulsó a adoptar esta última posición. El intento de golpe de Estado en Sevilla del general Sanjurjo, uno de los artífices indiscutibles del advenimiento del nuevo régimen tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, se aprovechó por los diputados del Principado en las Cortes unicamerales de la República para acelerar con ritmo festinado las oportunas discusiones parlamentarias. El ostensible desprecio de aquellos por la agenda más urgente para la implementación sólida del recién instaurado Sistema provocó la reacción de un desusado airado Ortega: «¡Señores catalanes! --afirmaría en un resonante discurso--, desde que se ha abierto este Parlamento no ha habido asunto que más horas de debate consuma que el vuestro, que más atención, enojos, querellas y hasta peligros haya ocasionado a la política parlamentaria. Desde que se iniciaron los debates constitucionales hizo su aparición en este hemiciclo vuestro tema catalán y apenas si hubo título cuya discusión no demorase, ni artículo en cuyo andar no pusiese traba y complicación. Los altercados parlamentarios de más efectividad y gravedad fueron provocados por vuestra exigencia de embutir vuestro Estatuto particular en el cuerpo, genérico y para todos, de aquella ley fundamental, cuerpo que nos obligasteis a retocar y deformar por vuestro empeño de que la Constitución española fuese la prefigura y matriz del Estatuto catalán. La hora más aguda y dramática que aquí hemos vivido, la más peligrosa para la República se debió a ese inmoderado afán vuestro por no querer adaptaros a la política general de la República, sino exigir, sin claros títulos para ello, que la política se adaptase a vosotros. Y el Parlamento y los Gobiernos y la mayoría y las oposiciones aceptaron todo esto y cedieron a vuestra resistencia con una generosidad que, no lo dudéis, solo se inspira por el tesoro de inspiración fraternal que hacia vosotros, por muy hoscas que nos hagáis las caras, todos sentimos». (Madrid, 0.C. 2008,VIII, pp. 547-48).

* Catedrático