Tenemos cada año dos semanas en donde toda la vida civil pública y privada, la vida en la calle y en las casas, incluso en las propias instituciones, ha sido penetrada por la tradición religiosa: una semana ocurre ahora, en invierno, la Navidad; la segunda ocurre en primavera, la Semana Santa. La primera está dominada por el recuerdo del nacimiento de Jesús; la segunda está dominada por el recuerdo de la muerte de Jesús. Son dos semanas importantes, que interrumpen el ritmo normal del trabajo, de las ocupaciones. Cada uno hace sus planes específicos para estas dos semanas: viajes, vacaciones, retiros espirituales, celebraciones litúrgicas solemnes, manifestaciones callejeras, cabalgatas de Reyes Magos, o procesiones con cristos y dolorosas. Sea como fuere, son dos semanas, que cada una con su propio estilo, rompen la secuencia ordinaria de nuestro ritmo vital.

La Semana Santa y la Navidad, ambas con evidentes raíces en la Biblia y en la tradición religiosa del cristianismo, han rebasado con mucho las lindes de lo estrictamente religioso y eclesiástico, para convertirse en una celebración cultural pluralista del impulso vital en un caso, del dolor y la tragedia en el otro. Tanto en un caso como en el otro la fiesta ha sido tomada, asumida y elaborada. Ya son fiestas que tienen sentido y consistencia en sí mismas, sea cual fuere el hecho histórico de su origen. Da lo mismo la veracidad histórica de que unos personajes del oriente mesopotámico se dejasen ver un buen día por la capital de Judea haciendo preguntas políticamente comprometedoras, y llevando unos regalos para una mamá cuyo paradero exacto desconocían. No importa mucho si el relato es historia o ficción, la cabalgata de los Reyes Magos, los zapatos que los niños colocan la noche del cinco, los regalos que en esa fecha se hacen los novios, los maridos, los amigos, todo eso tiene valor en sí mismo, sea cual fuere el origen de la costumbre.

La consecuencia ha sido la secularización de la fiesta. En Navidad hemos de comer mantecados y turrones, hemos de beber champán, hemos de soñar con el gordo de la lotería, hemos de enviar una felicitación al amigo lejano o al cliente adicto. Si no hacemos todas estas cosas, o al menos algunas de ellas, ¿qué sería la Navidad?

No es preciso confesarse específicamente creyente y piadoso, no es preciso reconocer la virginidad de la madre, ni la misión salvadora del hijo, para disponerse a celebrar esta última semana de diciembre con toda la fanfarria de exaltación de la amistad. La alegría es un valor en sí misma, superior a cualquier motivo que la estimule. Por ello en Navidad fabricamos la alegría, la fiesta, la risa, porque las necesitamos para vivir, aunque no ocurran sucesos que las provoquen.

Todo este impulso vital colectivo podía haber coincidido con cualquier catalizador. Pudiera haber sido la primavera, el aniversario de la guerra de la Independencia, o el referéndum de la Constitución. De hecho, no es así. No está asociado ni al ritmo de las estaciones, ni a acontecimientos políticos o patrióticos. Está asociado al nacimiento de Jesús. Podemos hacer de esa circunstancia una doble lectura. Podemos decir que la Navidad ha sido secularizada y desnaturalizada. Que lo que es en su origen una fiesta religiosa se ha convertido en una fiesta laica. Que la opción por la pobreza que el Padre prefirió para su hijo ha sido traicionada por nuestros hábitos consumistas. Que estamos manipulando a aquellos pastores y personajes orientales para comprarnos el coche que nos gusta, la cámara de vídeo, para comer más de lo que permite el control del colesterol y del azúcar. Todo eso es parte de la verdad. También es verdad otra lectura. Que Jesús no es sólo patrimonio de los creyentes, de los curas y de los obispos. Jesús es patrimonio de todos los hombres. Cada uno lo vive a su manera, y lo reproduce a su manera. Pero todos asumimos un nombre y una figura que pasó por este mundo con tal independencia de espíritu, con tal creencia y convicción en la posibilidad de un mundo nuevo diferente al que vivimos, con tal confianza en la bondad de los corazones, que se ha convertido en el símbolo de la propia humanidad. Pasó por el mundo haciendo el bien, se hizo igual a los hombres en todo excepto en el pecado, porque se hizo obediente hasta la muerte fue exaltado a la derecha de Dios, tuvo pánico a la muerte pero no abdicó de sus convicciones, vino a dar testimonio de la verdad. Jesús es un hecho histórico, pero rebasa el propio acontecer histórico: es el principio y el destino de la historia.

Jesús entronca con cualquier proyecto de bien, de justicia y de verdad. Nadie se lo puede apropiar en exclusiva. Nadie está autorizado a reclamar en propiedad la patente de autenticidad. Todos podemos aspirar a reproducir y construir aquel sueño del reino de Dios que él imaginó con más ilusión que realismo, pero que hoy sigue siendo fuente de energía y meta de proyectos. Jesús es patrimonio de todos, por eso todos celebramos la Navidad. El nos hizo creer a todos que el bien, la verdad y la justicia son posibles y merecen la pena.

* Profesor jesuita