La violinista del puente ha sido el músico callejero más conocido y reconocido en Córdoba en los últimos tiempos. Le oí un magnífico recital en el Círculo de la Amistad poco antes de desaparecer. Por cierto que incidió en un error en el programa: atribuía la autoría de A mi manera a Frank Sinatra, cuando fue Paul Anka, en 1969, quien la hizo a partir de una canción francesa.

Hasta hace poco solían venir a cantar, debidamente ataviados, grupos suramericanos, comúnmente andinos, que actuaban en el Gran Capitán, en los aledaños de San Nicolás; hace mucho tiempo que dejaron de visitarnos y deleitarnos. Recientemente junto a Prasa suenan una guitarra o una armónica y alguna voz camino del rock. Tampoco acuden los grupos de música galesa, casi siempre interesantes.

Doce años antes de idear la guitarra de diez cuerdas, el guitarrista murciano Narciso Yepes hizo con la de seis la banda sonora de la inolvidable película de René Clément Juegos prohibidos. Ese anónimo popular que rápidamente se extendió por al ancho mundo es repetido con frecuencia por todos los que tocan la guitarra en las esquinas y placitas del casco histórico. Se oye con gusto.

Con gran disgusto y profunda lástima se oye, antes en el Gran Capitán y ahora no sé dónde, a un viejo violinista que reitera una y otra vez la misma melodía sin enmendar en lo más mínimo sus desafinamientos, que hieren a los melómanos y molestan a cualquiera. Creo recordar que se iba a reglamentar una especie de examen para obtener autorización municipal para tocar en la calle. O no se ha hecho o lo aprueba todo el mundo, o no se vigila y exige la autorización. En cualquier caso resulta comprensible que el Ayuntamiento que consiente a los mendigos más orondos montar sus dormitorios en las vías públicas cerca de los cajeros más visitados no persiga la mala música.

No es seguro que la música nos mejore, pero sí lo es que mejora nuestra vida: trueca el dolor en pena, el insomnio en espera acompasada, el amor en canción, la ducha en una alegría… Y tenemos música—ayuda, asidero— en la radio, en nuestro querido equipo, en televisiones especializadas (¡cuántas glorias en mezzo!), y sobre todo en nuestra amada orquesta, que dentro de unos días va a ser nombrada ateneo de honor por los ateneos andaluces y, un poco más, tarde homenajeada en su 25º aniversario por nuestra Real Academia en sesión pública. Y claro es que nuestra orquesta puede tocar en la calle, y lo ha hecho en más de una ocasión.

Por cierto, que a veces oímos y vemos a músicos callejeros extranjeros, especialmente en la calle Gondomar, que por lo que tocan, por cómo lo tocan y porque no llevan tatuajes, suponemos son miembros de buenas orquestas en sus países.

Voy a contar una anécdota aleccionadora: a alguien muy curioso y con mucha mano se le ocurrió, como experimento, poner a tocar a uno de los mejores violinistas del mundo, sin ningún distintivo ni letrero, en las galerías del metro de Nueva York. Ocurrió que decenas y decenas de personas pasaron junto a él sin prestarle la menor atención, pero hubo algunas que al escucharlo se quedaron petrificadas de asombro y admiración. Naturalmente eran personas con muy buen oído y mucha sensibilidad. Seres ejemplares y envidiables. La mayoría de nosotros no pasaría esa prueba.

Por cierto, que todavía queda en el paseo de La Victoria un templete para música, pero permanece desierto y mudo. ¿Es que no tenemos banda municipal? ¿Qué fue de la de don Dámaso Torres y don Luis Bedmar?

Recordamos aquellos tiempos en la banda brindaba brillantes conciertos en el templete y en el salón Liceo del Círculo de la Amistad, con entrada libre.

A los fieles de radio clásica nos queda el consuelo de oír todos los domingos interpretaciones de las buenas bandas españolas que hay, en su mayoría de Valencia. No es casualidad que más de una docena de los músicos de nuestra orquesta sinfónica sean valencianos.

* Abogado