No es nada habitual que los hombres en general, y los públicos en particular, reconozcamos ante los demás nuestras fragilidades y asumamos, en consecuencia, que no somos los superhéroes que se espera que seamos. Unas expectativas que se alimentan de manera inmisericorde por una vida política que continúa estando en manos de machitos encantados de haberse conocido. Por eso me resultó tan gratificante hace poco más de una semana escuchar a Antonio Maíllo hablando de su enfermedad, mostrándose en público como un ser frágil y dando muestras una vez más de que, pese a lo dominante, también en la política hay excepciones que nos permiten mantener la confianza en la capacidad transformadora de las convicciones.

Antonio constituye un caso particular en la política española y no digamos en la andaluza. En un contexto plagado de mediocridades y de profesionales de lo público, el lucentino siempre ha destacado por dar buena muestra de que para él la política es un servicio, que no un trabajo, al tiempo que nos ha mostrado como no es incompatible, por raro que nos parezca, ocupar cargos orgánicos en un partido y tener la cabeza bien amueblada. Su capacidad de diálogo, su actitud siempre tranquila y de buen conversador, así como su más que evidente compromiso con unos principios que no cotizan muy alto en estos tiempos neoliberales, representan para muchos una cierta esperanza en una izquierda que no está del todo perdida y en la posibilidad de construir alternativas no vinculadas ni a egos ni condicionadas por lastres del pasado. Lástima que le haya tocado vivir el peor de los tiempos para una coalición que, por otra parte, se ha ganado a pulso buena parte de los metros de pozo profundo en el que lleva hundiéndose largo tiempo. Tal vez porque le han faltado más hombres como Maíllo y le han sobrado sujetos atrincherados en dogmas más propios de una región fundamentalista que de una alternativa de progreso.

Los que desde hace tiempo seguimos su trayectoria personal y política --"lo personal es político"-- , sabemos bien que Antonio es un luchador por la igualdad, entendida ésta como reconocimiento de las diferencias, y que su objetivo no ha sido obtener relevancia mediática sino contribuir al alumbramiento de una sociedad más justa. Por eso mismo no le ha importado abrazar cuando ha hecho falta la bandera del arco iris, o mostrar su corazón violeta, o rebelarse contra los poderes que hacen que muy singularmente Andalucía siga siendo una tierra en la, pese a sus potencialidades, resulte tan complicado levantar el vuelo. Y todo ello, al menos que yo recuerde, sin ningún alarde de machito todopoderoso y sin que en ningún momento nadie haya podido dudar que su horizonte es el bien común y no las audiencias mediáticas.

La vida pública española necesita más hombres como Antonio Maíllo, que sean capaces de reconocer que su hombría no se mide en cargos ni en alardes de testosterona, al tiempo que reconocen y asumen que sin las mujeres la democracia será siempre imperfecta y la izquierda un vulgar remedo de la utopía que un día fue. Verlo de nuevo sonreír, asumiendo la dura batalla que le queda por ganar y mostrándose al mundo como un individuo carente y vulnerable, es todo un regalo para los que lo apreciamos y todo un ejemplo para quienes reclamamos con urgencia otros modelos de masculinidad. Hombres para los que la verdadera fortaleza resida en la asunción de su fragilidad. Si fuera creyente le rezaría a las Dolorosas que en estos días se pasean por nuestras ciudades. Como cada vez soy más descreído, pero pienso y siento más, cruzaré los dedos en esta primavera insultante del Sur para que Antonio siga demostrándonos que se puede ser un hombre de verdad sin necesidad de parecerse a Frank Underwood. Asumiendo que la verdadera fuerza radica en el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO