Hace ya muchos años, puede que treinta y cinco, encontré o compré un pajarito de jaula. Creo que era una verdón cruzado con canario. La cuestión es que la llevé a casa, a una séptima planta del barrio de la Fuensanta y la solté allí como hacía siempre, mas esta vez pasó algo distinto: no se metió en un rincón asustada como es típico en estos casos sino que, después de andar por el suelo, alzó el vuelo al mueble principal. La fuimos dejando a su aire y empezó a volar por el salón. En lo alto del televisor le dejamos el tapón boca arriba de un gel lleno de agua y el pajarito acudía a beber. Eligió la lámpara como vivienda y destrozó un barco de madera --que hizo a mano un tío mío-- para llevarse las cuerdas de las velas y construir su nido. Se ponía en los filos de las ventanas a mirar el cielo y a cantar y no se iba de casa. Nosotros no nos metíamos en su vida pues solo su presencia era fantástica, tan solo dejábamos la comida y el agua en lo alto del televisor donde en verano metía la cabeza y se sacudía y se refrescaba. Hasta que puso huevos y se hartó de esperar el nacimiento porque no tenía piso. También empezamos a molestarla porque quisimos intervenir en la construcción del nido cuando se cayó un huevo y creo que eso no le gustó. La gente venía a casa a ver el fenómeno y quedaban impresionados sobre todo los criadores de canarios. Un día se puso en la ventana, recuerdo que miró hacia nosotros y alzó el vuelo. Aunque es cierto y no es fábula, sí que saco una posible moraleja: la mejor manera de conservar a una mujer feliz es que se sienta libre a tu lado.

* Abogado