Todos necesitamos un mundo. Uno paralelo a este en el que nos calzamos los zapatos. Fundamentalmente por una razón sencilla: éste, el real, es demasiado mezquino para soñar. Por eso los sueños se gestan en la mente, nacen y viven en los libros y a veces, sólo a veces, alguno se escapa a la realidad. Así es que más tarde o más temprano todos nos hacemos ciudadanos, directa o indirectamente, de esos mundos que bullen de sueños y de vida en los libros. Y entramos y salimos de ellos y sin quererlo nos impregnamos de ese polvo mágico que los cubre, y algo queda en este mundo real y mezquino. Por eso, y al final, no son los escritores las abejas que portan ese polen mágico, sino los lectores. Cuantas más flores bellas soñadas en las páginas de un libro, más abejas y más miel. Esto Gabriel García Márquez siempre lo supo. Pero con saberlo no bastó: "Quizá Dios quiera que conozcas mucha gente equivocada antes de que conozcas a la persona adecuada, para que cuando al fin la conozcas, sepas estar agradecido". Hubo de escribirlo. Y muchos en estas frases escritas en el contexto de una historia inventada o transcrita de los sueños, comprendieron que la vida es una búsqueda de la verdad cuyo hilo se ensarta entre puntadas de cielo e infierno, pero que al final la mano que mueve la aguja es la de Dios.

Gabo, no fue ningún meapilas, ni siquiera se decantó por religiones ni sistemas filosóficos, él sólo se limitó, como tantos y tantos escritores, a presentarnos sus mundos soñados, tal como fue este real en el que habitamos justo el primer día de la creación: virgen y desnudo, sin dioses secuestrados por hombres y religiones. Sólo con un Dios desnudo a cuya imagen y semejanza creó un mundo lleno de hombres capaces de crear y habitar el equilibrio de nuevos mundos. No hay mejor camino que éste para la utopía: leer y escribir.

* Publicista