Unos padres guardan el cuarto de su hijo. Pretenden lo imposible: preservarlo del tiempo, de su arañazo natural de horas, de semanas y años, en un limbo amparado tras su dolor de pérdida, como si pudieran sostener toda la entereza de un minuto manteniendo intacto el escenario. El hijo muerto, como en el título de la novela de Ana María Matute, se llamaba Hubert Rochereau y fue abatido el 26 de abril de 1918, en el frente de Bélgica, defendiendo un pueblo, Loker, del que ya no salió, en ese laberinto de trincheras morosas, hondas y enfangadas, con un limo de légamo adherido a sus botas, hundiéndolas en ese cenagal de miembros reventados y órganos expuestos a la luz trémula del gas naranja, como describió dolorosamente otro soldado francés, Gabriel Chevalier, en su novela El miedo . No sabemos si Hubert Rochereau sintió miedo, pero probablemente sí: toda una generación de jóvenes europeos fue arrojada a esa guerra como carnaza, para descuartizarse y reventar de suicida heroísmo y de épica sangrienta.

Antes de dejar Bél bre atrás para marchar al frente, Hubert Rochereau hizo a sus padres una petición: que no se tocasen sus cosas mientras estaba fuera. La escena contiene su escritura, una especie de íntima coherencia narrativa: porque todos hemos abandonado una habitación alguna vez y hemos deseado que esa misma estancia nos aguarde, que el espacio sea aún nuestro al regresar, que guarde todavía el aire de unas horas, sus lecturas, sus rezos, los sueños improbables perdidos en el humo de un lento cigarrillo que se fuma mirando a la ventana, queriendo imaginar el relato que espera fuera de esas paredes. Queremos que ese cuarto permanezca, y que también nos ampare, para que pueda recordarnos quiénes fuimos, como en la canción de Ana María Drack --"Madre no deshagas la habitación / cuando vuelva cansada que haya un rincón"--: porque todos buscamos encontrar el fulgor de lo que fuimos, ese recogimiento que también deseó el soldado Hubert Rochereau cuando, al partir a la Gran Guerra, con la premonición quizá de que no volvería, pidió a sus padres que cuidaran esa habitación.

Así fue, y el subteniente del 15º Regimiento de los Dragones nunca regresó para ocuparla. Después de recibir la noticia de su muerte en el frente belga, sus padres decidieron mantener su promesa y conservarla: con el mismo colchón y su ropa de cama, el escritorio frente a las cortinas, con los mismos papeles que Hubert Rochereau había dejado encima de la mesa, la estantería al lado del cabecero con sus libros y un par de viejas botas, el sable de la Academia militar colgado de la pared y el mismo quinqué sobre la mesilla de noche. Diecisiete años después de la muerte de su hijo, en 1935, el matrimonio se mudó. Vendieron la casa, pero con una cláusula especial: obligaban a sus compradores a mantener la habitación exactamente igual que estaba durante los siguientes cinco siglos. El actual propietario de la casa, Daniel Fabre, admite que "la cláusula no tenía base legal"; pero eso no será un obstáculo para que él y su esposa mantengan la habitación como la han encontrado, exactamente igual que está desde 1918, con el casco de esgrima, la colección de pistolas de Hubert Rochereau y la bandera de Francia en una de las paredes. Definido como un museo concentrado de la Primera Guerra Mundial, esta habitación es mucho más: contiene, además del retrato, la conciencia entera y soterrada, difuminada encima de los muebles, como un polvo finísimo, ancestral y tendido en la colcha de punto y en las fotografías enmarcadas, de un hombre que murió siendo un muchacho, de un hombre que marchó esperando volver.

Al parecer fue valiente, y le fue concedida la Cruz de Guerra y la Legión de Honor por su arrojo extremado. Pero Hubert Rochereau, además de un soldado caído en la gran cicatriz de la Gran Guerra, es su ausencia suave en un cuarto vacío, su mutismo estancado como una riqueza inexplicable. Los padres se afanaron en el mantenimiento, también contractual, de ese espacio inmóvil, ya convertido en sus respiraciones. En el ciclón continuo de nuestra actualidad febril, con otras guerras, paro, corrupciones varias y los gobiernos vueltos unas contemporáneas partidas de cuatreros, tranquiliza saber que en este instante, la habitación espera y nos acoge en una realidad sin ruido de palabras.

* Escritor