Me gusta la gente educada, esa que da los buenos días cuando llega a algún lugar o entra en contacto con otras personas; quienes contestan al saludo de los demás sin hacerse los suecos ni los sordos. Me gusta la gente que tiene interés sincero en escuchar la opinión de los otros, incluso más allá de exponer la propia. Me gusta la gente que no grita para hacerse oír, que no tiene necesidad de levantar la voz para que apreciemos el valor y singularidad de su pensamiento. Aquellos abiertos a la diversidad, que han descubierto la riqueza de la pluralidad y el valor de quienes sienten y piensan de otras maneras.

Me gusta la gente que es cordial y afable, que se alegra de verte, que no te pregunta cómo estás sino que dice lo bien que te ve, que te ofrece siempre una sonrisa o un saludo; esas personas que te hacen hueco porque tú también existes y caminas junto a ellas, quienes te ofrecen la mano o un abrazo o un beso como parte de ellos porque sienten la necesidad de cercanía contigo.

Me gusta la gente amable, esa que te cede el paso con su auto o al entrar en un recinto, al subir al autobús o en la caja del supermercado; aquellos que no son impacientes con los mayores ni intolerantes con los pequeños, que a sabiendas de las dificultades siempre tratan de facilitar las cosas y encontrar una solución para sortear los obstáculos y los imprevistos que nos asaltan cada día. Aquellos que sin apenas conocerte te desean un lindo día, o te comentan lo bien que te sienta esa prenda o te animan con todo lo bueno que nos rodea. Sí, me encanta esa gente que pide las cosas por favor, que da las gracias siempre, que disculpa la ofensa y perdona el agravio.

Al cabo de la jornada me detengo y pienso en las muchas personas con las que tratamos, más o menos, por muchos motivos: ya sea en la cotidianeidad de las compras como el dependiente o el tendero, con clientes o compañeros de trabajo, con vecinos o conocidos, o accidentalmente como el cartero, el camarero o el empleado del banco. Y pienso en cuánta gente educada nos rodea, mientras observo a los doctores de la ingratitud y del engreimiento, a los catedráticos de la verdad absoluta, de la soberbia y la envidia. Cuántos destilan odio y rencor, o miran a otros por encima del hombro, sin dejarles hablar ni pensar. Cuánta arrogancia para quienes no tienen más manos ni piernas ni ojos que otros. Para quienes no pueden añadir ni un sólo segundo más a su existencia. Pienso en los que avasallan y gritan, en quienes imponen su voluntad, y en quienes -justo al contrario-- viven en la indolencia narcisista ajenos a toda realidad, por cercana o dura que resulte.

Me gustaría dejar, en cada una de ellas, un gesto amable, una palabra cálida, una sonrisa sincera. Pienso cómo serían nuestras vidas y la convivencia de la sociedad si todos pusiéramos algo más de fraternidad a nuestro paso, algo más de amabilidad en nuestro trato y de calor en nuestros actos. El horizonte sería luminoso y nuestra existencia más llevadera. Deberíamos reivindicar que Naciones Unidas proclamara el Día Internacional de la Gente Educada, para que no se pierda la distinción entre exponer e imponer, entre coexistir y convivir, para enarbolar la bandera de las buenas formas que haga para todos una vida más amable sobre el planeta.

* Abogado