Los viejos suelen temer los fríos de enero porque, dicen, les acerca el viento de la muerte. No sé si esta creencia, como muchas otras populares, pudiera tener visos de verdad científica, pero lo cierto es que los primeros días del año han sido crueles en adioses. Con apenas una semana de diferencia, Córdoba ha tenido que despedir a dos de sus mayores más respetados y queridos, Rafael López Cansinos, quien fuera durante medio siglo «la voz» de Córdoba desde la radio; y José García Marín, Pepe el del Caballo Rojo -y luego de más restaurantes nacidos al calor del primer éxito-, el gran empresario que paseó el nombre de la ciudad por el mundo dando de comer bien y explicándolo a pie de mesa con sabias y joviales palabras. Dejaba al comensal doblemente complacido, pues alimentaba estómagos con exquisiteces, reinventadas a veces tras largas horas de investigar en las fuentes del pasado, mientras ilustraba espíritus con desparpajo y gracia, convertido en el mejor relaciones públicas de lo suyo.

Y todo con una mirada pícara y una sonrisa socarrona en las que Pepe envolvía recetas, chistes y sucedidos para prodigarlos lo mismo a reyes y jefes de Estado que al ciudadano anónimo. Porque gracias a las guías turísticas pero sobre todo al boca a boca, Pepe García Marín mantuvo el Caballo Rojo -hasta que los años le impidieron vigilar al minuto el negocio-, como un santuario del buen yantar al que acudía la gente con fervor y su poquito de esnobismo, mucho antes de que la gastronomía y los chefs inundaran nuestras vidas.

De Rafael López Cansinos se ha dicho casi todo desde que el pasado 3 de enero nos dejara para siempre; aunque en realidad él había empezado a dejarse ir mucho antes, tras jubilarse a su pesar -y eso que había cumplido 73 años- después de una intensa trayectoria, y verse inmerso en las pequeñas rutinas de un hogar donde la esposa, su querida Maruja, fuente de sus últimos e infinitos sufrimientos, era solo una sombra que ha acabado por sobrevivirle. En todos los medios de comunicación se ha recordado al solícito compañero y al amigo prudente; aunque, en confianza, no ocultara su descontento con la marcha de una Córdoba y una España que ya no eran las suyas. Se ha hablado de su maestría y su sentido del deber; de sus 46 años ante los micrófonos de Radio Córdoba, donde llegó a través de su cuadro de actores y pronto fue su locutor estrella, el más afamado de Córdoba gracias a su voz grave e íntima y a su elegante modulación en perfecto castellano; se han recordado sus incursiones en prensa escrita, en la que ha muerto con los botas puestas, entregando a este periódico su último suspiro en forma de página de Motor para el Zoco, y de su última faceta como jefe de prensa de Cajasur -a cuya sugerencia, añado yo, se debían las apabullantes cestas que llegaban entonces a las redacciones por Navidad-. Poco más habría que agregar sobre un hombre distinguido en ser y estar si no fuera porque tengo una deuda moral con él que no llegué a tiempo de cumplir el otro día. Y es que, con el humor negro que arrastraba, más de una vez en nuestras charlas de los domingos, cuando no perdonaba subir a entregarme en mano su colaboración ni aunque se estuviera ahogando, me comentó que le encantaría leer la necrológica que le escribiera; a lo que yo, en su mismo tono, contestaba que como no era cuestión de anticipársela, esperara a morirse primero. LLegó el momento, Rafael, pero solo se me ocurre decirte lo mucho que te echaré de menos.