Iba a empezar diciendo que una de las ventajas de haber leído a Dostoievski es saber que el mal existe, ha existido y siempre existirá. Pero para estar seguro de eso no hace falta haber leído a Dostoievski --aunque dote al pensamiento de su carpintería narrativa--, sino estar en la vida, haberte movido en ella más allá de tu surco natural y biográfico, orillarte en los márgenes que salpican tu paso febril o rutilante, angustiado y anárquico. El mal está ahí, con su barro salobre carcomiendo tus labios. Y siempre va a estar. Nuestra sociedad, que ha alcanzado logros importantes en su manera de asimilarlo, de darle cabida y convertirlo, cuando se puede, en la arena finísima de volver a empezar, en parte se ha olvidado de la pura maldad. Del odio espeluznante y frío que nos saca las vísceras y las cuelga del techo para freírlas después. Del salvajismo. Cuando aparece, cuando ocupa aullidos y portadas, cuando el horror salpica nuestros rostros prudentes de demócratas de toda la vida, nos planteamos sesudos interrogantes morales que nos sitúan frente al espejo turbio de estas contradicciones. El siniestro y existencial Raskolnikov de Crimen y castigo mató a la vieja prestamista con un hacha. Pero en la España de hoy no podemos enviar a nadie a Siberia, donde acabó Raskolnikov, porque el artículo 25. 2. de la CE dice que «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social». Lo cual es estupendo, una conquista. Pero en determinados casos, de particular crueldad física contra las personas, debería haber excepciones. No por venganza, como ladran los oportunistas de la ingenuidad profesional, sino porque no se puede acoger a quien desea reventarte, y además ya lo ha hecho. Nada tiene que ver que la asesina confesa sea negra, inmigrante y mujer. Qué patraña. No lo eran los violadores, torturadores y asesinos de Sandra Palo. El crimen más horrendo pide a gritos su castigo perpetuo.

* Escritor