Al igual que se desempolva por estas fechas el atrezzo navideño, así he hecho yo con un estudio de hace algún tiempo --aunque de actualidad--, publicado en Journal of Family Psychology --de la Asociación Americana de Psicología-- en el que se afirma que compartir ritos religiosos y tradiciones tales como decorar el árbol de Navidad o montar el portal de Belén pueden reafirmar la conexión e intimidad de la pareja. Es obvio que por el sólo hecho de colgar guirnaldas de un abeto de plástico y distribuir las figuritas de un nacimiento, al alimón, nadie se va a querer más, pero lo que sí está claro es que compartir símbolos no sólo es la reverberación del amor sino un acto de comunión en una misma fe o principios. Esto, extrapolado al plano social, es lo que se supone que deberíamos de experimentar la mayoría cuando en nuestros pueblos y ciudades se posan prolijos los signos navideños. Al menos esto fue lo que pretendió el Poverello de Asís , cuando en el siglo XIII pidió permiso al Papa para montar, por primera vez en la historia, un portalico divino --como dice el villancico-- en una cueva con figuras de carne y hueso para que el pueblo sintiera con más ahínco el fervor de la Natividad. Por supuesto, la realidad de hoy es otra muy distinta, pues los símbolos navideños son explotados por un consumismo descarado que los exhibe sin escrúpulos para rentabilizar hasta los más improfanables sentimientos. Aunque lo más dramático de esta circunstancia es la resignación con que nos lo tomamos año tras año. Tal vez sea ésta la penitencia del pecado de tanto consumir, que nos acaba pervirtiendo de tal manera que, narcotizados por tanto valor prosaico, confundimos nuestro verdadero fin vital con lo que de material acaparamos. Esta es la mentira que entre polvorones y panderetas nos tragamos cada vez que materializamos este engaño.