Vivimos días de zozobra, estupor y desazón, que incrementan sin clemencia la ansiedad instalada en nuestras almas desde hace ya tiempo, atónitos ante una realidad entre negra y amarilla que parece bosquejada para no darnos respiro. A la situación del país, barco a la deriva que recale donde recale acabará por actuar contra nosotros con bandera de pirata y nos desvalijará de nuevo para seguir alimentando al monstruo, se suman declaraciones (en audiencias moteadas de azul, negro y gris por trajes de los mejores diseñadores) que ponen el corazón en penumbra y nos dejan con la bilis alborotada, a punto mismo del reflujo o de la úlcera. Todos los profesores sabemos que algunos de nuestros alumnos tienen tendencia a copiarse, pero que se compare con ellos lo que se ha venido (y se viene) haciendo en esta España de luto, quebranto y quejío en las últimas décadas: eso de llevarse calentitas cantidades que estremecen y hacen dudar de que la ubre patria pueda dar tanta leche, ofende a los estudiantes y me ofende a mí como docente; porque ignoro qué porcentaje de ellos se copian, que alguno habrá, pero la responsabilidad de evitarlo es mía. La frase «aquí copiamos todos; el único problema es que a mí me han pillado», que debería ser esculpida en el mejor y más duradero de los bronces, y colocada para siempre en lugar bien visible de nuestras vergüenzas colectivas, es una de las afirmaciones más graves, cínicas y dramáticas que se han escuchado en un juzgado, no ya tanto por lo que pueda tener de discutible altura metafórica, sino por lo que implica semánticamente. Un personaje omnipotente en el ruedo ibérico durante muchos años, vestido como un dandi incluso para entrar en la cárcel (en un desafío explícito a quienes deben hacerlo con chándal de mercadillo), da por sentado que aquí no se libra ni el apuntador; dibuja con precisión extrema un estado de cosas que todos imaginamos, pero que nunca hemos podido comprobar, limitándonos a padecerlo. Cuesta dar con otro momento de la historia de España en el que se viera desfilar por juzgados y cárceles a semejante horda de prohombres públicos y privados, pero ni eso nos consuela; porque ¿cómo librarse de la sensación de que es puro paripé; de que van a la trena como quien hace un retiro espiritual; de que ríen por lo bajini mientras nos dejan hacer y mantienen lo robado a buen recaudo? No quiero sonar populista, porque es comentario habitual en bares y plazas, pero comparto la idea de que si la panda de mangantes que llevan sacándonos las asaduras desde los pasados años ochenta devolvieran sólo la mitad de lo robado, la crisis pasaría a ser historia. En cambio, al tiempo que ellos visten de Prada, nuevos hachazos en la cartera (nómina, pensiones, impuestos) nos dejarán pronto al resto con la cara tatuada de imbéciles.

Que, más allá de pequeños detalles, todo esto que estamos viviendo suena a dèja vu, lo comprobamos quienes tuvimos el privilegio de escuchar hace unos días la conferencia, verdaderamente magistral, de Enrique Aguilar Gavilán en la inauguración del curso académico de la Real Academia de Córdoba. En un Salón de los Espejos del Círculo de la Amistad rebosante de público, con una lucidez al alcance solo de muy pocos, hizo un recorrido por las luces y las sombras de la Segunda República Española que nos puso el ánimo en suspenso, convencidos de que en vez de aprender de sus errores el hombre no hace otra cosa que repetirlos, que España ha destacado siempre por lo mejor y lo peor, que nuestra clase política pocas veces ha estado a la altura de los retos históricos con los que ha debido lidiar, que a los españoles nos cuesta vivir sin meternos el dedo en el ojo, buscando con ello terminar de golpe con cualquier situación de paz o estabilidad que hayamos podido lograr a costa del sacrificio o la vida de quienes nos precedieron en el tiempo. Pura (y dura) estupidez, que resulta difícil de enmendar cuando parece ir impresa en la masa genética de nuestro pueblo. Fue una pena que no hubiera más políticos esa noche escuchando al Prof. Aguilar, porque además de sus palabras habrían podido aprender de su ejemplo: hombre atacado con saña por una dura enfermedad que contra todo pronóstico ha redoblado su gusto por la vida, le ha insuflado entusiasmo, ha añadido clarividencia a su ya lúcido carácter, le ha permitido saber con exactitud dónde está y reafirmar su generosa entrega pública. Quede desde aquí testimonio de mi profundo homenaje; también, de mi admiración y agradecimiento a un docente a cuyas clases tuve el honor de asistir cuando era estudiante, y que desde entonces no ha hecho sino crecer ante mis ojos y los del mundo.

* Catedrático de Arqueología de la UCO