Mientras en el probador de la sastrería me sometía a la segunda prueba de la chaqueta, escuché una conversación entre un padre y sus hijos a la que sin ningún pudor presté toda mi atención y afiné el oído, atraído tal vez por deformación profesional. El caso es que el padre, con muchos años de kilómetros y volante por carreteras internacionales, había sido llevado hasta allí para alquilarle un chaqué que debería llevar en la próxima boda del hijo. El padre se resistía al ceremonial del chaqué, chaleco de piqué y pantalón a rayas, argumentando que ni en su propia boda se había puesto corbata y cómo ahora querían hacerle pasar por el aro de vestirlo de pingüino. La nuera, el novio y la hermana de éste insistían una y otra vez en que así tenía que ir vestido el padrino pues así rezaba la tradición. Desde mi escondite, sintiéndome como Juanjo Millás en Desde la sombra, imaginaba al padre azorado por la presión de los hijos ante el sastre y las oficialas que le asistían, y visualizaba a un hombre fuerte y grueso, libre al fin de jefes y del código de circulación, achicándose ante la insistencia de la prole. Tal situación le impelía a decir que con aquel aliño indumentario no dejaría de ser un camionero vestido de Duque de Alba y, contradiciendo el viejo refrán, persistía en que el hábito no siempre hace al monje. Me entraban ganas de salir y posicionarme de parte del futuro padrino y retar a duelo a aquellos hijos empeñados en el refinamiento del padre en aras de esa tonta costumbre adquirida últimamente, que no tradición, de hacer de las bodas de trabajadores por cuenta ajena una remedo del Gotha. No me atreví, todo lo más fue salir discretamente del probador para ver la cara de aquellos jóvenes con ínfulas y, por supuesto, el rostro de la víctima. El camionero no era de la complexión que había imaginado, pues los faldones del chaqué le llegaban a las pantorrillas, las mangas de la camisa le excedían hasta dejarlo manco y la corbata era un dogal en manos de la novia. Una pena de hombre llevado al sacrificio del altar disfrazado de diplomático, que no dejarían entrar en ningún consulado. Salí de allí como pude, le dije al modelo que los hijos no nos dejarían tranquilos ni aún siendo los paganos de la fiesta y le recomendé que no dejará de retratarse para la posteridad. Fuíme y no hubo nada, mas no deje de pensar en cuántas veces las perogrulladas de los novios meten a los padres y padrinos en situaciones embarazosas que ni sienten ni quieren, pero que tragan, ingenuos de ellos, pensando en sacudirse el pelo de la dehesa. Postizos que les complican su normalidad en un acontecimiento supuestamente feliz y divertido.

* Periodista