Nuestro gobierno del PP no sabe manejarse en el poder (también en la oposición) sin una alta dosis de crispación política; necesita estar en combate permanente con tirios y troyanos para sentirse útil, necesario y ganador. Sucedió cuando mandó Manuel Fraga (¡aquella abstención de la derecha en el referéndum de la OTAN!); con Aznar durante todo el tiempo de sus dos mandatos. Y ahora con Rajoy. Su aparente desgana y esa imagen de abulia, su perfil de gallego confiable es solo escaparate, el escudo público necesario para recuperar fuerzas entre pelea y más pelea.

Es un partido que nunca supo compartir. Sus coaliciones siempre fueron efímeras: o se comieron al compañero de pacto o lo abandonaron. Y cuando tuvieron que regar para permanecer en el poder, lo hicieron por inundación. Solo saben manejarse solos, bien en mayoría absoluta o en la oposición. Y en la presente legislatura, tan kafkiana, que recorremos sobre ascuas, es cuando con mayor nitidez se aprecia ese rasgo tan definidor de su carácter y condición: antes que compartir el gobierno con alguien prefieren paralizar el país político y administrativo. Ahora afirman que los Presupuestos del Estado son prorrogables indefinidamente; que con que Bruselas autorice los objetivos de gasto es suficiente. El filibusterismo político y los malabarismos jurídicos hacen el resto para mantener aparcados en el Congreso de los Diputados hasta 40 proyectos de ley.

Pero claro hasta al PP acaban por agotársele los conejos que sacar de la chistera. Ahora atraviesan una de esas malas rachas. Los juzgados les aprietan hasta rozar el mentón de los jefes; Ciudadanos les supera en intención de voto y la recuperación económica no les suma adeptos. ¿Qué hacer? Han llamado a sus hacedores de milagros y ¡eureka! han descubierto un filón: acabar con la exclusión del castellano como lengua vehicular en las escuelas catalanas, ahora que el 155 se lo permite.

Y no es este, ni mucho menos, un asunto menor al que haya que prestar la atención justa: es esencial. Lo que ocurre es que llevarlo a la lona del combate político en este momento, no significa otra cosa que bronca. El PP quiere mambo, tensión máxima a propósito de un problema mayor que enfrenta a España con el nacionalismo catalán.

Las necesidades propias del PP de nuevo se imponen a esas otras --¿recuerdan?-- que llamábamos de Estado. Si al final un Consejo de Ministros decide imponer una norma que ponga en marcha un «por mis huevos» tan calamitoso para el país como provechoso (?) para el PP, aquí se habrán alimentado procesos tan nefastos como unir de nuevo a las diversas facciones del separatismo, ahora en bronca creciente; se habrá dado alas al populismo de Colau tan deprimido («vuelve el franquismo», dirán), se enfrentarán una vez más con los socialistas y, lo que es más grave: habrán contribuido a ensanchar y profundizar la sima que separa a los catalanes.

Claro que habrá conseguido poner en dificultades a Ciudadanos, su obsesión del momento, pues qué dirán las gentes de Arrimadas: ¿Se podrán más feroces que los populares? ¿Se acomodarán en una prudencia que aprovechará el PP? Sí, al PP le vale todo con tal de estar eternamente solo.

* Periodista