La España galdosiana, que perduró hasta mediados del siglo pasado, no se puede entender sin las reboticas. Allí, los boticarios no solo practicaban las fórmulas magistrales --en desuso tras la globalización de la industria farmacéutica--, sino que, rodeados de recipientes cerámicos que guardaban productos de nombres extraños: genciana, belladona, camomila..., solían establecer tertulias de mesa camilla. A esas reuniones acudían las fuerzas vivas que, en los pueblos, repasaban la vida y milagros del vecindario, mientras en las capitales --sobre todas Madrid-- los boticarios liberales, como don Hilarión de La verbena de la Paloma , criticaban a los políticos conservadores, y a la viceversa. De niño, visité con frecuencia una botica clásica, entarimada, misteriosa, con rebotica, que tenía, en la casa de al lado, don Angel Avilés. En ese establecimiento, compraba, haciendo mandados, pastillas de leche de burra; Ceregumil Fernández, reconstituyente muy en boga; tintura de yodo para pintar en pecho y espalda cuadrículas que desterraran las tosederas rebeldes; el arcangelical bicarbonato, como lo calificó Neruda en las Odas Elementales ; o el repugnante aceite de hígado de bacalao. La adquisición de este producto podría tacharse de masoquista, si no fuera que, por cada cucharada de la emulsión, tomada con los ojos cerrados y la nariz pinzada con los dedos, la abuela abonaba una perra gorda. Recuerdo con precisión aquélla botica y el día que le regalaron al niño un maravilloso calidoscopio, propaganda de Cafiaspirina, con el que me entretenía, girándolo, las horas muertas. Todo lo sobredicho, resucitó de repente al visitar la Botica Histórica de Referencia de la Provincia de Córdoba que, Universidad y farmacéuticos, han abierto en la que fuera botica del Hospital de Agudos, y que podía ser el primer paso de un museo de la Farmacia artesanal.

* Escritor