Hay ocasiones en la vida en las que resulta difícil permanecer impasible. Para muchos, una de ellas tuvo lugar el pasado día 13 de enero en Madrid, con motivo de la constitución del nuevo Parlamento de España. Obviamente, en su vida personal cada cual es libre de vestir como quiera, peinarse como quiera, incluso ducharse o no; sin embargo, hay profesiones, y también ocasiones, en las que es preciso llevar uniforme, o en las que, por deferencia hacia los demás y a la importancia del acto, todos nos sentimos obligados a enfundar nuestras mejores galas. Forma parte de los convencionalismos sociales, y pocos suelen cuestionarlo. ¿Cómo interpretar, pues, eso que algunos califican, con cierta ligereza, de nuevos aires en el Congreso? Hablo de la institución más alta del Estado, conformada por representantes de todos los españoles que, en mi modesta opinión, se deben más a sus representados que a sí mismos. Entiendo que se quiera modificar la Constitución, luchar contra la corrupción, terminar con el bipartidismo, cambiar determinadas prácticas. No solo me parece legítimo, sino también deseable, pero con independencia del color político los ciudadanos estamos en condiciones de exigir cierto rigor en las formas (en el fondo lo llevamos reclamando estérilmente desde hace siglos). Las fanfarrias y exhibiciones de escaso buen gusto que los medios de comunicación se encargaron de amplificar al otro día dieron al acto tintes esperpénticos, que abochornaron a mucha gente y restaron credibilidad a quienes no dudo ni por un momento de que lleguen con ganas de hacer bien las cosas. Desde luego, don Ramón del Valle-Inclán, agudo observador de la realidad hispana, pensador, tertuliano, mordaz, inteligente y singular como pocos, habría disfrutado de lo lindo.

¿Forma parte todo esto de esa pérdida de valores morales a la que estamos asistiendo esta últimas décadas, de ese proceso de descomposición general que parece querer terminar con lo establecido en beneficio de la mediocridad, de la ausencia de esfuerzo, del todo vale; o debemos hacer de tripas corazón y esperar resultados antes de emitir juicio alguno? Por mis aulas han pasado estudiantes de todo tipo: desde los que vestían escrupulosamente de marca, a los que lucían hermosas crestas y tintes estrambóticos, o llevaban rastas que les colgaban hasta el mismísimo trasero. Nunca he discriminado a nadie por ello; antes al contrario, con frecuencia son los más críticos, los más inteligentes, los más íntegros, los más ansiosos por cambiar las cosas y el mundo. No relaciono, pues, bajo ningún concepto el aspecto físico con las capacidades intelectuales, las convicciones ideológicas o el nivel de generosidad y de compromiso. Sin embargo, lo sorprendente, por regla general, ha sido observar cómo ellos mismos han ido comprendiendo después que en esta comedia humana que protagonizamos a diario además del fondo también importan las formas, que las reglas del juego son las que son, y si uno no está dispuesto a aceptarlas mejor es que se quede en casa o que modifique sus expectativas. La excentricidad roza a veces la falta de respeto. Considero natural que el policía o el médico dejen de actuar como tales cuando se quitan el uniforme o la bata, pero mientras los llevan se deben a los códigos éticos de sus respectivas profesiones, de marcado componente público. Algo extrapolable a todos los órdenes de la vida; más, si cabe, cuando se trata de representantes institucionales del máximo nivel que no solo deben serlo sino también parecerlo.

¿Imaginan a un profesor impartiendo sus clases en bermudas; o a una piloto de avión obligada a dejar los mandos para dar el pecho a su hijo? La imagen, cuando menos, resulta difícil de digerir si no es por causa extraordinaria; sobre todo cuando hoy contamos con guarderías especializadas en niños de cualquier edad, y existen unas normas de conciliación laboral más avanzadas que en cualquier otro momento de la historia de España, o cuando el trabajo, sea éste cual fuere, es incompatible con el cuidado de los niños o la lactancia. Valoro la bofetada sin manos que el gesto ha supuesto para este país; reconozco que la crianza limita de forma determinante a mujeres y a hombres que no disponen de ayuda o medios económicos para delegar sus hijos mientras desarrollan ciertos trabajos, pero no estoy seguro de que éste sea el camino para denunciarlo, o tal vez --mea culpa-- no he sabido captar el simbolismo del gesto en toda su trascendencia, abstraído en problemas para mí de mucho más calado. Pero de cómo se está manipulando la democracia a base de corregir mediante pactos la voluntad de las urnas, mejor ni hablo. De eso se encargará la historia.

* Catedrático de Arqueología UCO