La Champions, la de verdad, la que se juega contra nombres de primera fila, la que va marcando el camino a la final y que ahora conducirá hasta Berlín, dejó al Barça en mal lugar, inesperadamente empequeñecido, más cerca del equipo de hace unos meses que el de hace unos días. Casi peor que la derrota (3-2) fue verle tan vulnerable. El PSG estuvo muy por encima y ni siquiera dos fogonazos de Messi y Neymar al minuto de encajar un gol valieron para compensar el tremendo agujero negro defensivo.

París desprende glamur, y aunque futbolísticamente no sea la mejor pasarela, el desfile de figuras que va coleccionando el PSG nada tiene que envidiar a los grandes. De hecho, está a la altura de los mejores, a la espera de tener más competitividad, el salto que le falta y que Blanc pretende dar sin renunciar al estilo. Ayer lo cumplió. Sin Ibra ni Thiago Silva, ofreció una imagen espléndida, con y sin balón. Gobernó el juego, más intenso, más puesto, más resuelto en todos los duelos, siempre un paso por delante. Solo al final se escondió en la madriguera. Una renuncia más física que voluntaria y que propició un larguísimo acoso azulgrana. No le dio para el empate (salvo un tiro al poste de Munir no hubo ocasiones claras) y no compensa todo lo que dejó por hacer antes. El Barça, desconcertante, se quedó siempre a medio camino. No atacó bien, aunque Messi y Neymar sacaron petróleo de muy poco, y defendió mucho peor.

SIN EL BALON Seis horas y media de un impecable trabajo defensivo se fueron al garete en menos de 30 minutos. Así de rápido y fácil le metió mano el PSG en dos acciones a balón parado, justo lo que Luis Enrique y su equipo más preparan en las muchas horas de laboratorio. Pero no hay análisis científico que pueda controlar el efecto dominó de tantas disfunciones. La primera, la más vital, la más fatídica, la que el Barça menos tolera porque no está hecho para ir al revés. El balón, el principio de todo, le desaparecía en un pispás, en constantes errores y pérdidas, muchas en su propio campo y algunas de patio de colegio, que le llevaron de cabeza.

No había más que ver a Luis Enrique, fuera del banquillo, dándose la vuelta, con gesto serio, ante cada pérdida, ante cada salida mal gobernada, con Busquets, Alves y Rakitic especialmente desorientados. Más intenso, más físico, el PSG siempre llegaba un segundo antes y, en la recuperación, el Barça andaba a menudo fuera de sitio, listo para atacar cuando inesperadamente le tocaba defender. Y ni estaba puesto ni estaba fino, desconectado entre sí a la hora de ejercer la presión, un elemento determinante hasta ahora. Hasta ayer. Con muy poco, el PSG cruzaba el campo, con un Pastore imponente, que llegó a sentar a Mascherano, símbolo de que nadie era el que era. Ni siquiera Ter Stegen, que perdió su porte y su presencia en la mala salida en el córner que remató Verratti. Un regalo.

No fue el único. Hubo muchos más. Como la larga jugada que precedió al tercer gol, y alguna galopada más que hace preguntarse qué habría pasado con Ibra por ahí. Las bandas de Alves y Alba fueron campo abierto, Busquets sufrió de principio a fin, y Mathieu y Mascherano sacaban balones como podían. Y eso que el efecto de los goles quedó maquillado por la reacción inmediata. En menos de un minuto. Messi con el 1-1 y Neymar con el 3-2, dos golpes psicológicos que el Barça dejó pasar de largo. Y pasó porque, salvo al final, nunca llegó a tener el mando del balón y el Barça nunca ha defendido mejor que cuando más ha cuidado el balón.