LUGAR DE NACIMIENTO CORDOBA (1936).

TRAYECTORIA DE MUY HUMILDES COMIENZOS, CONSOLIDO UNA IMPORTANTE CADENA DE SUPERMERCADOS EN LA CAPITAL.

Se jubiló con 68 años, hace de esto siete, casi coincidiendo con la inauguración del supercash que su firma abrió en el polígono de Las Quemadas; pero Antonio Deza Romero --curtido en el trabajo desde niño-- sigue enganchado a la marcha de las siete tiendas, con unos 350 empleados, y acude puntualmente a su despacho situado en la planta alta de ese macrosupermercado. Y eso que su empresa, Grupo Deza Alimentación, vivió el relevo generacional hace una década, al cumplirse cuatro de su creación. "Sí, yo me levanto todos los días con la necesidad de creer que hago algo útil, y nada más útil que estar aquí acompañando a mis hijos", justifica este hombre hecho a sí mismo, cumplidor y fiel a la memoria de sus comienzos, que no fueron fáciles.

--¿Es que le cuesta delegar?

--¡Huy!, es que juzgarse a uno mismo es muy difícil. No sé, hay una cosa que me impulsa a levantarme y venirme para el polígono de las Quemadas, a mi empresa. Aunque ya no es mía, mi mujer y yo renunciamos en favor de los tres hijos. Ellos la dirigen y yo trato de no inmiscuirme, aparte de que no lo necesitan porque están muy capacitados.

--Supongo que a nuevos tiempos, nuevos modos de gestión. ¿Cómo capean la crisis?

--La manera de actuar es prácticamente la misma. Lo malo es cuando no hay crisis y las empresas empiezan a funcionar malamente. Nosotros no hemos tenido grandes ambiciones. Nuestra evolución ha sido muy lenta, son 50 años que se cumplirán en diciembre.

Qué tiempos aquellos los de 1962, cuando el desarrollismo empezaba a llamar tímidamente a las puertas de los hogares cordobeses. Deza los recuerda con agrado, a pesar de su dureza. Todo empezó, dice, tras su boda aquel mismo año, lo que le supuso independizarse de su familia y buscarse el futuro a solas. Desde 1950 había estado dedicado a vender (avellanas, ajos, legumbres... lo que hiciera falta para sobrevivir), por eso cuando decide montar su propio negocio opta por una tienda de alimentación, que acabaría siendo uno de los primeros autoservicios establecidos en Córdoba.

--¿Por qué eligió La Viñuela?

--Encontré en alquiler un local de Jesús Rescatado, el mismo de ahora, aunque mucho más chico, de unos 50 metros. Ocupando la fachada del supermercado actual --el más querido, porque allí arrancamos-- había además otros tres negocios: otra tienda de comestibles, una carpintería y un puesto de periódicos. Y nos quedamos también con una vivienda en el mismo sitio, la más modesta del mundo entero. Y ahí comenzamos Mari y yo, todavía sin hijos. Tardamos siete años en poder comprar el primer pisito, allí cerca, dando al cementerio de San Rafael.

--¿Cómo era entonces el barrio?

--La Viñuela como tal no existía, había muy poco edificado; aquello era conocido como el Arroyo de las Piedras y yendo hacia el cementerio, en la acera de la izquierda, había dos o tres casas, y a la derecha nada. En Jesús Rescatado también había muy pocas viviendas; al final, ya llegando al cruce, estaban el bar Carmen y el bar Larrea. Estaba también la taberna de Ogallas y el bar Chofles. Y un corralón que era de unas minas, en la esquina con la calle Joaquín Altolaguirre. A la altura de lo que es hoy Carlos III hubo en tiempos un almacén de tripas, que lavaban en el arroyo cercano, y no había nada más hasta llegar a la gasolinera que había a la entrada de Jesús Rescatado, donde estaban nuestras casitas y poco más.

--Y su tienda, ¿cómo era?

--Ofrecíamos un buen surtido de legumbres, que se echaban con un vertedor a un papel de estraza, se pesaban (medio kilo, cuarto y mitad...) y se envolvía el paquete con las manos. Todavía no se había desarrollado el frío industrial; nosotros pusimos el primer frigorífico en el año 65.

--Entonces venderían pocos productos perecederos...

--Ninguno, salvo en invierno. Los mataderos empezaban en octubre o noviembre a producir y dejaban de matar antes de que llegaran los calores. Vendíamos también un poquito de conservas, los filetes de caballa y el atún los pesábamos en el plato que llevaban los clientes. Y lo mismo despachábamos el tomate frito, que sacábamos de unas latas grandes. Como siempre hemos intentado ir un poquito por delante, una vez trajimos pistachos, pero al final nos los tuvimos que comer nosotros porque

aquello no lo conocía la gente y no lo compraba. El público ha evolucionado muchísimo en estos años.

--¿Por qué escogieron esa zona para establecerse?

--Porque era una zona de paso. Yo era un hombre de mercado, me había desarrollado en La Corredera, en la Plaza Grande. Y al principio de Jesús Rescatado, entrando por el Marrubial, ponían en la calle el mercado que entonces llamaban la Plaza de la Mosca, te puedes imaginar por qué. Pensamos que el mercado y nosotros nos podríamos complementar bien. Me conocía mucha gente y el público respondió.

No le falló su olfato comercial, porque al poco tiempo nacía el primer autoservicio de Córdoba, y después llegaría todo lo demás. Ha sido una carrera de obstáculos ganada "con esfuerzo y mucha tenacidad", dice. Y con la impagable ayuda de María Luisa, su esposa. "Ha sido el alma de todo, y sin descuidar los hijos y la casa", recuerda ahora Antonio Deza en el despacho donde conversamos, un cuartito austero y sin objetos personales ("en realidad no es el mío sino de uno de mis hijos", se excusa), a salvo del fragor de abajo, en el enorme almacén que garantiza el suministro de sus tiendas.

--¿Y quién de los dos decidió dar el paso para abrir una segunda tienda?

--La segunda, quince años después de abrir la primera, vino por un mecanismo de defensa, cuando se instaló en Córdoba el primer hipermercado. Compramos para almacén una nave en el polígono de Amargacena y el local del Sector Sur, para que no acabaran con nosotros como habían acabado con tantos otros. Así estuvimos hasta 1988 en que abrimos la tienda de la plaza del Corazón de María y otra más en el Sector Sur, donde había estado el bar El Coral. Pero todo poquito a poco.

--Una estrategia comercial digna de un experto en gestión de empresas que sorprende en quien, como usted ha recordado más de una vez, apenas si fue dos años a la escuela.

--Sí, fui a una escuela que estaba en la Ribera, con don Domingo Acedo. Mi infancia fue muy dramática y si lo cuento es para que sirva como alegato contra la guerra, porque entramos en lo más íntimo de una persona. Me pongo a mirar atrás y me veo con menos de 10 años en plena sierra, entre Azuel y Fuencaliente, con una vida lo más parecida que te puedas imaginar a la del niño de la película Entre lobos .

--¿Vivía solo en la sierra?

--Con unos tíos. En medio de una miseria tremenda, en mitad del la campo, rodeado de animales y con muy poca comida, muy poca ropa y muchas enfermedades.

--Pero, siendo usted un niño de ciudad, ¿cómo llegó a esa situación?

--Yo no lo podía entender, lo he entendido mucho después. Fue como consecuencia de la guerra.

--¿Y dónde estaban sus padres? ¿No preguntaba por ellos?

--Sí, pero en lo relacionado con la guerra esta sociedad ha sido hermética. No se contaba nada, y menos a un niño. Yo vivía ajeno a todo aquello. Y en 1946 me traen a Córdoba y es cuando voy a la escuela.

--Pero cuénteme porque me tiene intrigada. ¿Por dónde andaban sus padres mientras usted ejercía de 'buen salvaje'?

--Mi madre estaba sirviendo con una señora aquí en Córdoba, y se casó con mi padre que era panadero. Estalla la guerra y al mes a un tío mío que también era panadero lo cogen y lo fusilan. Y mi padre, que lo habían movilizado, después de matarle a un hermano y con el sentimiento obrero que tenía, se pasó al bando republicano. Hacerlo y poner a mi madre en la calle y al niño también fue todo uno. La criatura, que además enfermó, no podía hacerse cargo de mí.

Se comprende que a Antonio Deza, tan expresivo y locuaz, le cueste trabajo hablar de un periodo de su vida que lo marcó a sangre y fuego. Y eso que de la tragedia familiar supo mucho más tarde, superado ya el miedo que amordazó a toda una gene

ración perdida en aquel tiempo de silencio. "Casi 50 años después me he enterado de que el año que me trajeron de vuelta a Córdoba mataron en Fuente Obejuna a mi padre --que había estado preso y luego se había echado al monte--, en una refriega entre la guerrilla y la Guardia Civil", recuerda emocionado.

--¿Lo trataban bien sus tíos?

--Sí, eran excelentes personas, pero en unas circunstancias tan duras no se puede ser cariñoso.

--¿Qué panorama se encontró al volver a la capital?

--Cuando volví con 10 años, mi madre se había unido a otra pareja. Yo, por el modo en que había vivido, era el clásico cateto, no sabía ni hablar, pero aproveché el poco tiempo de escuela. Mi madre vendía plátanos en la plaza, pero estaba enferma y al no haber entonces Seguridad Social, el poquito dinero que se juntaba iba para los médicos. El hombre al que se unió, muy trabajador, era de Montalbán, y con 13 años me pusieron a vender ajos con un canasto en la plaza. Por las tardes vendía avellanas en la estación y en la parada de la Alsina en Gran Capitán. Y en 1950 quedan libres de circulación y precio los productos racionados, entre ellos el jabón, y empiezo a venderlo en La Corredera. En un puesto estable, pegado al mercado, que entonces era una estructura cerrada que ocupaba casi toda la plaza.

--¿Fabricaba usted mismo el jabón que vendía?

--No, había una fábrica pequeñita, Jabones Navas, en la calle Santiago, ya cerca de las Lonjas. Y estaban Rodríguez Hermanos y Carbonell. La fábrica más popular era El Chimeneón, de Rafael Eraso Salinas. Eran jabones para lavar la ropa, entonces no había detergentes. Fue una época agradable.

--Cuentan las crónicas que aquella Corredera estaba llena de tipos pintorescos. ¿Usted cómo la recuerda?

--Era el centro vivo de Córdoba, un mosaico variopinto digno de verse. Acudían muy temprano con carretas los hortelanos de los alrededores, que abastecían a toda Córdoba. Entraban carros y carros de boniatos; a mí no me han gustado nunca, pero se vendían muchísimo.

--Porque eran baratos y quitaban el hambre...

--Claro. Venían de todas las tiendas a abastecerse, se desarrollaba una actividad muy febril hasta las nueve de la mañana, y entonces se quedaba el mercado al detall . El primer público que bajaba por La Espartería era la clase alta, las señoras de la burguesía con una o dos criadas, y naturalmente compraban lo mejor, para eso madrugaban. Sobre las once entraba la clase media y los precios cambiaban. Y a eso de la una o una y media entraba la tercera tanda de compradoras. "¡Ya están aquí las tardías!", gritaban en plan chusco los comerciantes guasones.

--Supongo que 'las tardías' eran las de menos posibles, ¿no?

--Eran personas que llegaban del Campo de la Verdad, o del Zumbacón... y esas eran auténticas profesionales del regateo. El stock cero lo inventaron hace muchos años en la Plaza Grande, no se guardaban productos perecederos de un día para otro, y las tardías daban una vuelta, y otra, hasta que por aburrimiento se llevaban lo que querían por cuatro perras. Y luego estaban los estraperlistas, que vendían paquetitos de harina o pan y generalmente lo pasaban muy mal, porque los perseguía con saña un policía municipal, un tal Guerrero, que tenía la cara muy dura y se quedaba con la mitad de las cosas.

Por aquel escenario barojiano que Deza describe con minuciosidad, sin pensar que con palabras sencillas está legando todo un tratado sociológico de la época, pululaban también recoveros que traían y llevaban huevos y otros artículos a los pueblos; chivatos de la policía y prostitutas, "que daban una lástima tremenda --apunta--. Había muy buenas personas, pero también mucho encanallamiento fruto de la miseria". Fue una época casi feliz para aquel joven listo y de grandes esperanzas. "Mi familia empezaba a salir de la pobreza, mis hermanos pequeños pudieron tener estudios, y la gente era solidaria --dice--. La necesidad crea vínculos que a veces con la prosperidad se pierden".

--Usted intentó no perderlos, buscando un trato familiar con sus empleados.

--El primer trabajador que entró a mi casa, en 1973, se jubiló hace tres años. Todavía queda un puñado de trabajadores que llevan 30 años en la empresa y eso a mí me llena de orgullo.

--¿Se ha visto en el trance de despedir a empleados?

--Sí, se pasa mal, pero si hay que hacerlo se hace. La empresa no es una oenegé, y no todo el monte es orégano entre los trabajadores. Y a veces familiares, que es lo más traumático. Dar trabajo crea sinsabores.

--Yo me refería a despidos por reajuste de plantilla.

--No, en ese sentido no. Una empresa lo único que necesita es no maltratarla y reinvertir en ella. El primer dinero que se saca de un cajón tiene que ir para los trabajadores y los proveedores, luego para pagar impuestos. La riqueza más grande de una empresa es su crédito. Hay que cumplir la palabra dada.