Si me permiten, ustedes mis amigos, mis leales cordobeses, que ahí siguen, aunque Córdoba casi todos los días sea noticia por lo del calor este, que aunque es agosto, sigue en lo suyo... Si me permiten, decía, les pregunto, porque no lo sé del todo:

¿Por qué no es santo ya, o si acaso beato, venerable incluso, si las tres cosas ya era de por sí y en vida, el hermano Bonifacio? Me pregunto yo, mis amigos cordobeses.

Porque resulta que yo ya lo tengo entre mis santos particulares. Que si fuera torero no sé si tendría sitio en la mesilla de la devoción para ponerlos a todos, que hay muchos que sin ser santos de pergamino lo son porque sí. Y entre ellos, tengo yo a mi hermano Bonifacio, y más ahora mismo que acabo de buscar y encontrar su voz, y su voz y la mía juntas, aquel día en que le vi cubierto de polvo la sotana grande, con aquel sombrero casi de ala ancha, las zapatillas como de estar en casa, porque todo el mapa era su casa, y la talega, porque era una talega. Parece que lo estoy viendo ahora mismo, y escucho su voz tras la mía cuando le pregunta:

--¿Pero siempre le dan algo, hermano Bonifacio? ¿No hay día en que vuelva de vacío?

--De vacío nunca, aunque solo me den, a veces, pocas buenas palabras, sobretodo porque sé que al que le pido tiene para darme, para dárselo al que no tiene. Siempre hay muy buena voluntad en esta tierra, por poco que se tenga a veces...

Es la palabra, yo diría que sagrada, querida, que guardo del hermano Bonifacio. Mi entrevista fue en el setenta y tres. Paco Solano, mi viejo y querido amigo de siempre, recogió en su día aquel reportaje en Pueblo, que se llamó: «Hermano Bonifacio, el sablazo de Dios».

Y es verdad. Ahora lo recuerdo, y busco aquella fotografía que tanto me gustaba con el conejo vivo en una mano, y en la otra la talega, especie de muleta de la solidaridad, para torear el toro de la necesidad... Y perdonen por la metáfora.

Así que aquí está entre mis devociones, y, por lo tanto, sé lo que me digo: hay gentes buenas que ya son, por lo menos, venerables, que es el primer escalón.

Igual el hermano Bonifacio ya lo es y yo he perdido la fecha. Por lo pronto, aquí está conmigo, y me pido esa biografía que de él se escribió y que creo que es muy buena.

Eso sí, me gusta lo de limosnero, que es en el fondo, y en la forma tal vez, lo que yo soy, porque voy dando pequeños trocitos de pan, eso sí, del Vacar. Trocitos de gloria bendita de la del Churrasco, que veo que en estos días abre sus puertas después del merecido descanso del verano.

Y luego, pues ya saben, todo lo demás, la fecha de siempre, la de la muerte de Manolete, que siempre hay quien quiere recordarlo, y para bien.

Decirles también que lo del terremoto, maldito sea, de Italia, me hace temblar, porque en su día yo era enviado especial para contarlos.

Lo de la polémica del burkini, pues que por mí no hay problema, es como si te metes en el agua respetando las creencias, como hacen las campeonas de las piscinas olímpicas. Además, hay damas muy bellas con el pañuelo en la cabeza puesto, que hasta hubo un tiempo en el que no dejaban entrar a las mujeres a las iglesias católicas si no llevaban un pañuelo arriba y a los hombres con la gorra entre las manos. Con esto me viene el recuerdo de aquella sombrerería clásica de cerca de Las Tendillas, cuando fui a comprarme una gorra de cuadro chico. Cuando pregunté por el precio, aquel señor me respondió:

-Señor Medina, por lo bien que habla usted siempre de Córdoba, esa gorra para usted no tiene precio. Esa gorra es de gorra.

Y me la pongo todavía. Me dura y me perdura, que con lo del hermano Bonifacio de más arriba, resulta que servidor lleva escribiendo, y sintiendo, y queriendo a Córdoba, como poco, cincuenta años y por escrito.

¡Qué hermosura las buenas noticias, mis queridos cordobeses!

Y aprovecho, me aprovecho, para preguntar por don Antonio Gala, que ya no leo su diaria tronera de El Mundo desde hace tanto tiempo. Una delicada salud de hierro, que alguien comentaba.

Y memoria para Gloria Fuertes, aquella poeta, no poetisa, eso no, y lo digo en tierra de muy buenas, buenísimas poetas, como es Córdoba, aquella Gloria que inventó la palabra hermosa para los que leen, de leones. Y leones son, bien lo sabe Dios, porque no hay día que no se presente un libro en Córdoba. Lo que indica de nuevo, y con esto acabo, que la verdadera, verdaderísima, ciudad de la Cultura no es otra que la nuestra: Córdoba, con todas sus mayúsculas, como los arcos de piedra de su Puente Romano. H