Poco después de las doce del mediodía, justo cuando los jugadores del Córdoba debían de estar posando frente a la Mezquita, alguien recibió un mensaje. "Están estirando". Entonces, comenzaron las apuestas sobre la hora de llegada de estos, que el club había anunciado para "las doce, aproximadamente; puede que algo antes". Mientras tanto, los empleados de la entidad cubrían con una bandera blanquiverde dos bancos que atravesaban el puente Romano. El sol caía con fuerza y sin piedad. No había un alma que avanzara un metro sin emitir un resoplido, casi fundida. Algún curioso se detenía. "A ver lo que aguantan los jugadores aquí".

El tumulto de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión se refugiaba bajo la sombra de la Puerta del Puente. El tiempo sigue parado. Alguien recuerda que ya se ha sobrepasado el retraso de la ofrenda en San Rafael, de unos 40 minutos. Va camino de la hora, pero nada se mueve entre los adoquines. Surgen corros, debates de Historia --"esta puerta no es romana; la hizo Felipe IV"-- y recuerdos, como cuando los blanquiverdes llegaron hace años con una hora de retraso a otra ofrenda y se encontraron con una reprimenda del párroco. En aquel entonces el técnico era José González y después de aquello no volvió a levantar la cabeza en ningún equipo. "Verás como se repita la maldición".

La llegada de los jugadores

El reloj avanzaba inexorable hacia la una y media cuando los futbolistas comenzaron a llegar. El puente se convirtió en un embudo, para muchos de felicidad. Los bancos quemaban. Quizá por eso la formación se hizo en un santiamén. Un grupo de chavales trataba de vacilar a Alberto García. "¡Guiñanos un ojo!", le pidieron. "¿Me la vais a liar otra vez?", bromeaba el portero.

Un anciano aprovechó para colocarse en el único hueco que había en el banco, junto a Damián, en la esquina derecha. Allí se sentó, con la consiguiente desesperación de algún empleado del club, que contrastaba con el humor de los jugadores. "¡Dejadlo que salga, hombre!". Incluso le llegaron a arrimar una sudadera del Córdoba a los hombros. El hombre, muy elegante, todo hay que decirlo, se resistía a levantarse, y espoleado por los futbolistas, que le pusieron un balón entre los pies, acomodó su brazo sobre el flanco del puente. Muy educadamente, una trabajadora del departamento de prensa le invitó por segunda vez a levantarse. Alguno empezaba a pasarlo mal. "Venga, por favor, que hace mucho calor", suplicaba Caballero. Pero la mayoría seguía con la guasa. "Después de la foto tiramos los balones al río, ¿no?", exclamaba Alberto Aguilar a Pepillo.

Luego fue el turno de los técnicos y preparadores --el presidente no estuvo--, que esperaban en un lado a que alguien les dijera dónde situarse. A ellos les tocó el mayor sufrimiento, pues además de obligarles a ponerse el chándal de manga larga, les exigieron: "Por favor, abrochároslo hasta el cuello".

Quizá por eso Berges no aguantó demasiado. "¿Pero no se puede hacer en el estadio y pegar el arco?", sugirió. Llevaban los fotógrafos un minuto tomando la instantánea, cuando el técnico dio por finalizada la sesión. "A la de tres", avisó. "Uno, dos y tres". No tardó ni un segundo en deshacerse el grupo.

Fernández apura

A Fernández aún le quedaba padecer el sol. Tuvo que atender a los medios de comunicación durante tres minutos y medio. "Venga, que pierde el autobús", le metieron prisa. Un niño le retrasó aún más al pedirle un autógrafo. "¡Que no te esperan!", le insistían. Sus compañeros ya se habían perdido detrás de la Calahorra. Así que Fernández no se lo pensó y echó a correr por el puente, vestido de blanquiverde y con las botas puestas, sorteando a turistas. La última fotografía se la tomó un chino. Habían pasado casi dos horas desde que se tuvo que hacer la primera.