En el mes de agosto nos encontrábamos casi a diario en el Paseo Marítimo de Fuengirola; él corriendo, yo paseando a alguno de los perros que, sucesivamente, me han acompañado desde que nací. Nos saludábamos, sin pararnos, con un gesto de la mano. Nos encontrábamos después en el Mercado del Carmen de Los Boliches, donde compartíamos pescadería. Allí nos preguntábamos por la salud, que por aquel entonces a Enrique le rebosaba. Hablábamos sobre el tamaño de los mejillones y sus preparaciones: que si al vapor, con vino y laurel, que si a la vinagreta, que si con mayonesa u holandesa. Y de las gambas, de las que era auténtico especialista, no sólo en cocerlas o pasarlas por la plancha: jamás he visto a nadie pelarlas con más rapidez y habilidad. Hablábamos también del arroz cordobés y la paella: que si de marisco, de carne o mixta. Intercambiábamos recetas. Más tarde, volvía a verlo, de tertulia con un grupo de amigos, en el Bar Guerra, justo enfrente de la parroquia del Carmen y Santa Fe de los Boliches.

En 2015 no lo vi en los sitios habituales. Ya en Córdoba, en septiembre, coincidimos en la boda de una hija de Joaquín Criado. «¿Qué ha pasado este verano que no te he visto en Fuengirola?», casi le reñí. Me señaló el bastón, del que no me había dado cuenta: «A ver, hija mía, mira cómo estoy!» La terrible ELA, enfermedad que desde aquí conjuro y maldigo, todavía era una lejana sospecha a la que no queríamos poner nombre. Y continuaba siéndolo unos días después, en París, donde la Real Academia de Córdoba participó en un simposio sobre el tema Cómo somos y cómo nos ven junto al Institut de France, l’Academie de Sciences de France y l’Institut Pasteur, en el que Enrique, a pesar de su bastón se hizo cargo de las visitas a museos, monumentos y barrios emblemáticos.

Por eso hoy, cuando ya descansa en paz, quiero eludir el camino de dolor recorrido desde entonces, y remontarme a aquellos tiempos felices en que, como alumna de la Escuela de Magisterio, fui testigo de su noviazgo con Mª José. Deseo recordarlo en las agradables sesiones de la Academia, en las reuniones en el Círculo de la Amistad al acabar aquéllas, lo que nosotros llamamos La Rebotica, una tertulia con ligero tapeo, en la que le encargábamos la elección del menú, porque disfrutaba haciéndolo y porque sabía pedir con acierto... Deseo recordarlo corriendo por el Paseo Marítimo de Fuengirola y, sobre todo, deseo recordarlo como su hija pidió en el funeral que lo recordáramos. Como lo más importante de todo lo que fue: un hombre bueno.