Hace unos meses el Paseo de la Victoria se inundaba de máquinas inspiradas en los prototipos de Leonardo Da Vinci. Sin desmerecer la trascendencia mundial del genio renacentista, siempre que veo una muestra de este tipo me pregunto si es realmente necesario acudir a un inventor italiano cuando en Córdoba también hemos tenido creadores, y muy buenos. Por ejemplo, Abbas Ibn Firnás.

Nació en el pueblo malagueño de Ronda en 810, pero sus grandes aptitudes pronto le valieron para entrar en la corte de Abderramán II. Una vez instalado en Córdoba, el centro cultural más importante de Occidente en la Edad Media, ingenió el reloj de agua, imprescindible para marcar la hora por la noche, cuando los relojes de sol quedaban inutilizados. También fue el primer europeo en desarrollar la técnica para cortar el cristal de roca, que hasta entonces era mantenida en secreto por los egipcios. Como astrólogo revolucionó el diseño del astrolabio, instrumento esférico utilizado para realizar cálculos y observaciones astronómicas precisas. Incluso construyó un planetario en su propia casa, representando la bóveda celeste, articulando mecánicamente los planetas y añadiendo diversos efectos especiales que simulaban lluvia, nieve, rayos y truenos.

Pero de todos sus deseos, el que más le obsesionaba era el de surcar los cielos como Ícaro en la mitología griega, y por eso, en 852 se convirtió en el primer ser humano de la historia que intentaba volar basándose en cálculos científicos. Ante un centenar de curiosos que se acercó a ver cómo se espachurraba contra el suelo, Firnás se lanzó desde la torre cordobesa de la Arruzafa, sin más ayuda que la de una lona. Las cosas no salieron como él había previsto y al final tuvo que utilizarla para amortiguar la caída. Su batacazo se saldó con varios hematomas y magulladuras, pero para decepción de la audiencia congregada, el genio andalusí se convirtió en el primer hombre que voló y vivió para contarlo. Además, se tornó en el inventor involuntario del paracaídas, que no es poco.

El hecho de que su primera tentativa no fuera completamente desastrosa estimuló a Firnás para seguir perfeccionando su técnica de vuelo. Durante mucho tiempo estuvo trabajando en un traje de madera cubierto por una enorme tela de seda con plumas de ave, y con esta suerte de disfraz de hombre pájaro, veintitrés años después del primer episodio volvió a lanzarse al vacío. Para sorpresa de la multitud a la que él mismo había convocado, en esta ocasión logró planear más de diez minutos sobre las calles de Córdoba. Durante el aterrizaje se dañó la espalda, pero salvando ese leve contratiempo, su vuelo había sido un éxito rotundo. Tras su memorable gesta, el erudito cayó en la cuenta de que las aves cuando se posan lo hacen sobre sus colas, algo de lo que carecía su atuendo, y se pasó el resto de sus días perfeccionándolo.

Su entusiasmo y sus avances tecnológicos en el campo de la aviación tuvieron un profundo eco en la Edad Media, convirtiéndose en una inspiración para multitud de inventores en los siglos posteriores. Uno de ellos fue el ya mencionado Leonardo, quien también se inspiró en el planeo de los pájaros para diseñar el ornitóptero, una máquina bastante parecida al ala delta actual. Le añadió amortiguadores simulando las patas de las aves para suavizar el despegue y el aterrizaje, y le proveyó de una serie de cables, poleas y palancas que permitían al piloto aletear como si de una enorme águila se tratara. Aparate del genio renacentista, la historia ha visto cómo otros muchos valientes se las ingeniaban para desafiar a la gravedad. A finales del siglo XVIII, el pastor burgalés Diego Marín Aguilera se animó a construir junto al herrero de su pueblo unas alas articuladas cubiertas de plumas de rapaz, listas para ser movidas con manivelas. Lo probó con éxito en 1793, pudiendo volar casi medio kilómetro, pero sus vecinos pensaban que aquella máquina debía ser cosa del diablo y se la quemaron.

La motivadora historia de Ibn Firnás vuelve a demostrar que el ingenio humano, cuando viene empujado por el entusiasmo, no conoce límites. El inventor, cordobés de adopción, posee un centro astronómico en su Ronda natal; una estatua en su honor en Irak, en el Aeropuerto Internacional de Bagdad; un cráter con su nombre en la Luna; y lo más bonito de todo, un puente con la forma de dos hermosas alas en Córdoba, la ciudad que le vio volar.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net