En una alegre y luminosa plaza de Villa del Río hay un monumento fascinante. Me refiero a la llamada Cruz de los Mocitos, cuyo nombre no hace sospechar ni remotamente la oscura y escalofriante historia a la que se vincula. Está situada en la encrucijada de las calles Fuensanta, Eduardo Lope y los Molinos, y junto a ella encontramos un azulejo que asegura que allí «se daban cita los enamorados que en angarillas transportaban flores y regalos como prendas que sellaban compromisos de fidelidad y matrimonio». Sin embargo, algunas fuentes apuntan a la existencia de un libro titulado Sociología del Islam y Filosofía de sus enseñanzas, donde el historiador Rafael Beao revelaría su auténtico y siniestro origen.

Según este texto manuscrito y redactado en castellano antiguo, a mediados del siglo XVI existía a las afueras de la villa un palacio abandonado que, por la rica decoración de sus restos, debió pertenecer en el pasado a una familia adinerada. Sin embargo, en esa época se encontraba en estado ruinoso y sus escombros tan sólo servían para que los niños jugaran al escondite. El pueblo se estaba expandiendo y, en cierto momento, se hizo necesario derribar los restos de aquel decrépito edificio para levantar nuevas viviendas. Entonces saltó la sorpresa. Un albañil de la cuadrilla encargada del derribo observó que de uno de sus muros sobresalía algo insólito, como si en el pasado hubiera estado ahí el dintel de una puerta. Sus compañeros al verlo golpearon la pared, que sonaba hueca, y sin pensarlo comenzaron a picar. Ante el desconcierto de los curiosos que se arremolinaron al escuchar las voces, los operarios descubrieron una cavidad secreta en el interior del muro, de la cual extrajeron dos esqueletos de pequeño tamaño. Los médicos indicaron que debieron haber pertenecido a un par de niños de unos diez años, que habrían sido emparedados en aquel antiguo palacio por algún motivo desconocido.

Nada más se supo de este perturbador hallazgo, y posiblemente hubiera pasado al olvido de no ser por la inesperada aparición, varias décadas después, de un extraño anciano capaz de arrojar luz sobre el enigma. Ese misterioso personaje, vestido de forma ostentosa y con una imponente barba blanca, afirmaba haber vivido en Villa del Río muchos años atrás, cuando todos sus vecinos profesaban la fe de Mahoma. Por aquel entonces, aseguraba, una de las pocas familias cristianas que convivía con las musulmanas tenía dos hijos mellizos que no superaban la década. Con el alborozo y la despreocupación propios de su edad, los hermanos se pasaban el día jugando, ya fuera pateando una piedra o persiguiendo a cualquier perro callejero. Pero un día, este último entretenimiento los condujo hasta la fachada de un lujoso edificio situado a las afueras de la villa. Aunque nunca lo habían visto con sus ojos, al contemplarlo supieron al instante que se hallaban ante la casa de la que hablaban todos los vecinos. La que temían cristianos, judíos y mahometanos, porque según contaban, en su interior moraba un miembro de la peligrosa hermandad de los assassins -muy populares en los últimos años por su supuesta rivalidad con los templarios en un famoso videojuego-.

El palacio se encontraba totalmente rodeado por un alto seto que apenas permitía ver nada desde la calle, lo que alimentaba mil y una especulaciones sobre lo que podía pasar en su interior. Decían que en su patio se llevaban a cabo oscuros rituales de sangre, en los que se invocaba a los djinn -demonios de la tradición musulmana-. Los mellizos trataron de asomarse a través del espeso seto, cuando de forma inesperada el ramaje pareció apartarse solo. Por el espacio que acababa de abrirse pudieron contemplar un maravilloso jardín alfombrado por infinidad de flores, mientras un puñado de animalitos extravagantes retozaban felizmente. Los niños, guiados por un irrefrenable sentimiento de curiosidad y fascinación, dieron el paso y se colaron en ese jardín de fantasía. Tan ensimismados estaban mirando a los cachorritos que ninguno de los dos se percató de que, tras ellos, una oscura sombra volvía a tapar el hueco por el que habían entrado, y se les aproximaba sigilosamente por la espalda.

Nunca más se volvió a saber de ellos. Sus padres dieron la voz de alarma a las autoridades, que mandaron buscarlos por pregón público. Grupos de vecinos dieron numerosas batidas por el campo sin éxito. Otros sin embargo los buscaron en el palacio donde fueron vistos por última vez. Incomprensiblemente, cuando los villarrenses cortaron el seto y se adentraron en el misterioso edificio, lo encontraron totalmente vacío. Como si nadie hubiera vivido allí nunca, como si sus moradores no hubiesen existido jamás. Los más viejos del lugar relacionaron el relato del anciano con la aparición, décadas antes, de aquellos esqueletos infantiles emparedados. Y como homenaje a esos dos desventurados mocitos, dice la tradición que se instaló la cruz sobre la que ha girado este artículo.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net