Siempre que revelo una foto me quedo mirándola fijamente. Miro a los ojos y a la boca. Es increíble todo lo que encierra una foto.

Una vez Pepe me preguntó:

- ¿Qué te bastaría para sobrevivir en un viaje?

- Una cámara, un cuaderno y un libro.

Realmente, me valdría con la cámara.

No sé si alguna vez me enamoraré de alguien. Sí sé lo que siento cuando veo un negativo. Miro a esa familia, dos mujeres, un hombre, dos niños y una niña, y pienso que tan solo compartí con ellos dos conversaciones y que, sin embargo, los voy a tener para siempre en mi estantería.

La fotografía escarba en la gente.

Cuando veo a esa niña con gorro, especulo con lo que estará haciendo ahora -supongo que preparar su mochila para ir al colegio-. Me quedo observándola y puedo imaginarme su vida, puedo jugar con ella, puedo crear la historia que me dé la gana. Puedo hacerla crecer, que vaya a la universidad, romperle el corazón, convertirla en viajera, que esquíe. Y el niño a su lado, con esa mueca, la boca entreabierta, la cabeza inclinada, Escape reality, dice su camiseta, ¿qué hará? La mujer de la derecha no sonríe tanto como la del medio. Quizá está sola. ¿Deseará tener hijos? El niño pequeño solo quiere tirarse por la nieve. Será rebelde, como su pelo. Es el único al que no le da el sol, el único en sombra, el único que no quería venir.

Ni siquiera sé cuántos viven juntos, ni qué relación tienen, solo que querían pasar la tarde del jueves 1 de noviembre del 2018 en Calar Alto, a 2.165 metros de altura.

Hay sitios que te transforman, donde tu vida gira.

Sierra de Filabres.

Hace ocho años elegí esta sierra en vez de a una chica. Supongo que entonces no lo sabía, pero creo que me estaba definiendo.

Aparco en Gérgal y me preparo para cuatro días en bici por la provincia de Almería, entre el viento, la aridez y la altura de estas montañas de desierto. Para empezar, son 30 kilómetros de ascensión hasta el observatorio de Calar Alto y no he comido nada desde el kiwi a las ocho de la mañana, así que aunque no es ni la una del mediodía, entro en Aulago, un pueblo blanco que parece pintado, pero no vivo, salvo cuando entras a la Casilla del Sereno y le dices a Rafa que te saque algo porque vas a subir el puerto, y entonces te exhibe un plato alpujarreño y te explica al detalle cada ingrediente, pese a que tiene el bar lleno y su compañera, Yvet, una joven estudiante de diseño de interiores en Almería, no da abasto.

No necesito hacer la digestión.

Este puerto es una barbaridad. Te azota en cada curva. Impacta mucho el sonido del aire y lo ridículo que te ves ante unas laderas tan peladas. Es el cielo más limpio que he visto en mucho tiempo.

Me adelanta la familia por segunda vez. Pitan, bajan la ventanilla y me gritan que no entienden cómo he podido ir tan rápido.

-He subido con el plato alpujarreño -les digo.

-Has subido con la cabeza.

En la cima hay nieve, nieve en el desierto.

Me embeleso tanto que me entra frío, y ya no se va. Congelado. La bajada hasta Bacares es una lucha conmigo mismo, intentando convencer a la cabeza de que esto merece la pena. A las seis y cuarto llego al hostal Las Fuentes y, sin descargar las alforjas, entro a la cocina del restaurante y me quedo veinte minutos con las manos encima de la plancha.