¡Dios! ¿Y se imaginan ustedes a Don Miguel de Unamuno, el gran Unamuno, el escritor de fama mundial, el filósofo de La agonía del Cristianismo, el padre de Niebla... sentado en un banquillo acusado «por el delito de injurias» contra el jefe del Estado y condenado a 16 años de cárcel? Pues, pasen y lean.

«Si el Rey no sabe qué hacer con Cataluña que se lo pregunte al pueblo... ¿Que el Rey está solo? ¡Más sola está España!... ¡O se acaba este régimen (la Monarquía) o se acaba España!... Cada día me convenzo más de que el Rey sólo quiere ser un Kaiser!»... pues, por estas frases y tres artículos publicados en El Mercantil de Valencia tuvo que sentarse en el banquillo Don Miguel al poco tiempo de ser cesado por primera vez como rector de la Universidad de Salamanca (1914). Corrían los años 1918 y 1919 y la Monarquía estaba ya al borde del abismo. La situación política, desde el asesinato de Canalejas (1912), era insostenible y la económica, de verdadero desastre. Las tres crisis del 17 se habían llevado por delante lo que quedaba de la Restauración y hasta el Gobierno de Concentración de Maura se mostraba incapaz de enderezar el rumbo («O formais un Gobierno estable y olvidais las rencillas partidistas o ahora mismo abdico y que venga el diluvio»)... y para colmo los españoles habían salido de la Gran Guerra más divididos que nunca (Germanófilos o Aliadófilos, a muerte).

Y así, en estas circunstancias, el rebelde Unamuno, «cabreado» además por su injusto cese (le cesa el ministro Bergamín, padre del escritor y poeta comunista) escribe tres artículos (El Archiduque de España, Irresponsabilidades y La soledad del Rey) para El Mercantil de Valencia, en el que viene colaborando, con un artículo semanal que se publica siempre en primera página, desde 1914. En el primero, que se publica el 5-11-1918, ya adelantaba lo que iba a ser su tesis: «El problema político de España en lo que al Régimen hace no es tanto de Monarquía cuanto de Monarca... La cuestión aquí y ahora es si el Archiduque de España, el Habsburgo por línea materna y por educación, es capaz de hacerse republicano y reducirse al modesto pero abnegado papel que le correspondería en una España que se prepara a hacerse del todo dueña de sí». (Y al parecer, al Rey le cae fatal que lo califique de archiduque, porque eso era rebajarle ante «su» pueblo y una acusación de haber colaborado con los imperios centrales en su guerra contra las democracias aliadas. En realidad, lo que Unamuno había querido decir es que durante la guerra se había comportado más como Archiduque de Austria que como Rey de España). El aldabonazo retumba en toda la España política, pero especialmente en el Palacio Real... y más cuando se publica el segundo y trata de la cuestión de las «responsabilidades» constitucionales del Rey. Porque Unamuno amplía su crítica a la reina Madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, la ex-regente del Reino (aunque Unamuno la califica de Regente y no de «ex», insinuando que sigue mandando más que el hijo), por el feo asunto de «los irrisorios siete barcos alemanes aceptados por España al final de la Gran Guerra como compensación de los daños causados a la flota mercante española durante la contienda» y «por comentar los papeles públicos y privados de la Familia Real en el contexto de la guerra europea».

La denuncia

Y naturalmente, los nervios reales llegan a la Fiscalía del Estado y la denuncia «por injurias a la Corona» no tarda en llegar, aunque sí lo suficiente para que entretanto vea la luz el tercero: La soledad del Rey (9-2-1919): «O se acaba este régimen (la Monarquía) o se acaba España... Es preciso que el Rey busque nuevos servidores: que hombres no fracasados sean los que gobiernen... De su propia soledad es el Rey mismo quien tiene la mayor culpa... Si el Rey ha de encontrar servidores de España, de la nación, no ha de buscar que le busquen a él, al Rey, que debe ser otro servidor de España y nada más... El Rey debe dejar de confundir el patriotismo con la lealtad a su persona. Lealtad que suele consistir en engañarle, en mentirle sobre la realidad, en no llevarle la contraria aunque esté equivocado y equivocándose... y luego dicen que el Rey está solo ¡más sola está España!... y de que España esté sola, acaso no le cabe a él, sí, al Rey, la culpa... ¿No ha sido él, el que ha querido estar solo?».

Y el 11 de septiembre se celebró el juicio, a puerta cerrada. El fiscal pedía 8 años de cárcel y 500 pesetas de multa por cada artículo (ante las graves injurias, versión oficial, contra el Rey y la Familia Real). Cuatro días más tarde se conoció la sentencia: El Tribunal concede lo que pedía la Fiscalía por los dos primeros artículos y absolución para el tercero. O sea, 16 años de cárcel y 1.000 pesetas de multa (al valor de hoy unos 35.000 euros). ¡ Ah, pero el mismo Tribunal que le condena ya le concede el indulto! (legalmente por un decreto del año anterior que se ajustaba al caso Unamuno)... Sin embargo, Don Miguel no aceptó el indulto y recurrió ante el Supremo («No me arrepiento de nada de lo que escribí y amplío lo que dije: el Rey y su Madre, la Regente ex-Regente, actuaron anticonstitucionalmente apoyando a Austria durante la Gran Guerra. Siento decirlo, pero lo digo: el Rey se ha suicidado... Ha llegado la hora de estar con el Rey o contra el Rey») A él nadie le iba a intimidar ni a coartarle en su libertad. Además, y según el juez Picatoste, «Unamuno conocía la ley y la personalidad del Rey... y sabía que al monarca le convenía indultarle, para presentarse ante el pueblo como un hombre piadoso y benevolente». A pesar de ello, el Supremo ratificó la sentencia condenatoria. Pero, Don Miguel no fue a la cárcel, porque...

Y, naturalmente, estalló el escándalo... y casi, casi, una rebelión popular, pues se produjeron manifestaciones a favor de Unamuno en todas las capitales españolas y, promovida por el eminente doctor Luis Simarro, una campaña de adhesión a la que se sumaron todos los ateneos de España, la mayoría de las universidades, los círculos mercantiles, catedráticos, médicos, profesores, escritores (desde sus amigos Azorín, los Machado, Valle-Inclán, Maeztu, Baroja, Benavente, a los más jóvenes, Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre y una lista interminable) y políticos, Maura, Azaña, Lerroux, Alcalá Zamora, García Prieto, Besteiro, Pablo Iglesias, Alba, Sánchez Guerra... y tantos y tantos, que el Palacio Real se echó a temblar y el Rey se dio cuenta que «Unamuno es mucho Unamuno», como le comentó al monárquico Conde de Romanones... y no sólo dio carpetazo a la condena sino que acabó invitándole para una «charla amistosa», que mantuvieron unos meses después (el 6 de abril de 1922) y de la que, según su propia confesión, salió más desilusionado que nunca de Alfonso XIII. («He ido por patriotismo y para exponerle al Monarca la verdadera realidad del Reino, que desconoce porque sus lacayos se la ocultan y él reside en otra dimensión entregado a sus vicios favoritos»).

Sí, Unamuno era mucho Unamuno... y el Rey era ya menos Rey. (Al año siguiente le entregó el poder al dictador Primo de Rivera). «A veces no puedo romper la leyenda que han tejido alrededor de mí. Estoy encapuchado, indefenso en ella, y mis historiadores contarán mi vida como el mundo la ha visto, no como la he vivido... Yo he sido yo, yo soy yo... un iluso, un soñador...»