Después de analizar en artículos anteriores la simbología del adorno navideño o el reverso menos amistoso de Papá Noel, en esta ocasión me centraré en otro de los elementos fundamentales que año tras año nos anuncia la llegada de la Navidad: los villancicos. Suenan en los Patios, en la tienda de ropa y en la de ultramarinos de la esquina. Los cantan los niños por la calle mientras nos piden el aguinaldo y, con alguna copa de más, quizás nosotros mismos nos arranquemos a entonarlos en la próxima cena navideña. Unas coplillas con las que estamos tan familiarizados que rara vez nos detenemos a analizar su extraño mensaje: «Olé, olé, Holanda ya se ve». Si se supone que los Reyes vienen de Oriente y se dirigen a Belén, ¿Holanda no les pilla un poco lejos? «Pero mira cómo beben los peces en el río», ¿para qué, si en entornos de agua dulce los peces no necesitan beber?

Los villancicos, como tantos elementos navideños, también poseen un marcado origen pagano. En la Edad Media estas alegres canciones -muchas de ellas de procedencia andalusí- nada tenían que ver con el nacimiento del Mesías, pues se componían para difundir entre los villanos -habitantes de la villa- los acontecimientos que podían resultar de su interés: fallecimientos, nacimientos, casamientos, cotilleos, etc. En una época en la que el aldeano medio no sabía leer, eran los noticieros del ámbito rural.

La Iglesia pronto entendió que estas canciones de rima simple y melodía pegadiza resultaban fáciles de memorizar, y por tanto, podían servirle para transmitir su mensaje evangelizador. Así fue como se empezaron a sustituir sus grotescas letras por otras relacionadas con Jesús, María y José. Luego comenzaron a incluirlas en la celebración de los oficios religiosos, repitiéndolas día tras día de forma machacona. En una época en la que nadie faltaba a misa el pueblo pronto se aprendió los estribillos, y luego, cuando se reunía en familia, los interpretaban todos juntos. Sin embargo, la Iglesia no fue capaz de erradicar del todo el rastro burlesco y pagano de las composiciones originales, la gente mezclaba frases cristianizadas con otras antiguas, y eso dio lugar a esas letras sin sentido que han llegado a nuestros días.

A este humilde apasionado de los enigmas históricos hay un villancico que le llama especialmente la atención: «Ande, ande, ande, la Marimorena, ande, ande, ande que ya es Nochebuena». ¿Alguna vez ha pensado quién es la Marimorena? Sí, es la Virgen, pero no cualquier Virgen. Es la Mari-morena, o lo que es lo mismo, una virgen negra. El culto a estas imágenes de piel oscura fue introducido en Europa a mediados del siglo XII por los templarios, que lo importaron de Egipto, donde se adoraba a Isis, la gran diosa negra. Para corroborar la hipótesis basta con analizar una talla de aquella época de María con el Niño en sus rodillas, y compararla con cualquier figura de la diosa egipcia con su hijo Horus sobre el regazo. De un vistazo constataremos rápidamente que la iconografía de ambas es exactamente la misma, lo que conduce a varios autores a aceptar que este tipo de representación mariana fue la forma que idearon los templarios para rescatar el culto ancestral a las diosas paganas de la fertilidad, y camuflarlo a ojos de la Iglesia para ponerlo en práctica sin levantar sospechas. Actualmente en Córdoba podemos encontrar tres llamativos ejemplos de la gran devoción que las vírgenes negras despiertan aún en nuestros días. El primero está en la iglesia de San Francisco y San Eulogio, donde hallamos una pequeña escultura de la Virgen de la Cabeza. Es tal el fervor que desata entre los cordobeses que cada año se celebra una romería en su honor. Otros dos ejemplos los encontramos en la parroquia de Santa María de Guadalupe, en la Avenida Veintiocho de Febrero. Y el último, en la de Nuestra Señora de Belén, en el barrio de Levante.

La Marimorena del villancico no debe confundirse con la expresión ‘armarse la marimorena’, que posee un origen bien distinto. Concretamente, proviene de un suceso ocurrido en una taberna madrileña en el siglo XVI. Corría el año 1579 y un grupo de soldados irrumpió en la tasca de María Morena, una tabernera de armas tomar, exigiendo que les sirviera su mejor vino. La señora no aceptó y por lo visto, la negativa dio lugar a una pelea tumultuosa entre militares y clientes asiduos, en la que según se cuenta, María fue la que más repartió. De ahí que a día de hoy utilicemos esta expresión para referirnos a una situación de gran alboroto y escándalo.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net