Hace pocos días que la Navidad se ha instalado en Córdoba. Se ha inaugurado un nuevo alumbrado, las calles se han engalanado para la ocasión y los negocios ya han incrementado sus ventas. Los polvorones abarrotan los estantes de los supermercados, los villancicos martillean nuestro cerebro con melodías machaconas y los padres comenzamos a preocuparnos por encargarle los regalos a Papá Noel. Antes, cuando aquí sólo se regalaba en Reyes, todo era mucho más sencillo. Pero la moda de importar tradiciones nos ha llevado a que los niños actuales reclamen su recompensa por partida doble. Por si no lo sabe, el culpable de este agobio, el personaje de Papá Noel, está basado en la figura de un obispo cristiano del siglo IV.

Nicolás de Bari nació en Mira, una ciudad de la actual Turquía, en 280. Fue muy venerado en su época y se le atribuyen multitud de milagros. Cuenta la leyenda que un hombre de su ciudad tenía tres hijas, pero era tan pobre que no podía casarlas por carecer de dote suficiente para todas. Al enterarse este obispo, que huía del reconocimiento público, no tuvo otra que entrar al domicilio por la ventana y, a escondidas, rellenar de monedas de oro los calcetines que las niñas habían colgado de la chimenea para secarlos. Éste y otros relatos convirtieron a Nicolás en santo, y lo erigieron en un icono de la bondad en la Europa medieval. En el siglo XVII, cuando británicos, franceses y holandeses colonizaron Norteamérica, estos últimos se llevaron consigo a su patrón Sinterklaas (San Nicolás). La pronunciación anglosajona de este nombre holandés derivó en Santa Claus, y la mercadotecnia de Coca-Cola terminó de perfilar al personaje. Su popularidad es tal que hoy no nos llama la atención ver personas vestidas de anciano bonachón, con un traje rojo y una espesa barba blanca, repartiendo caramelos o haciéndose fotos con los niños. Lo que puede resultarnos un poco más chocante es lo que ocurre en numerosos países centroeuropeos, donde Papá Noel va acompañado de una aterradora legión de demonios. Allí el cándido Santa Claus ofrece dulces a los niños que se han portado bien; y a los que no han sido tan buenos, les envía unas bestias inmundas para que les infrinjan un doloroso castigo.

Estos demonios representan al Krampus, un ser infernal con largos cuernos, piel de carnero y una lengua muy alargada. Posee unas enormes garras afiladas que le dan su nombre -‘krampen’ significa ‘enganchar’ en alemán-, y cuando se desplaza, hace sonar sus cadenas oxidadas para recordar a los niños que deben comportarse. Si estos hacen caso omiso a sus advertencias, entonces entrará de noche en sus casas y los sacará a rastras de la cama. Luego los azotará con un fajo de ramas de abedul y los llevará consigo al infierno. Esta tradición, extendida por toda la geografía alpina, es anterior al cristianismo y se originó en el estado alemán de Baviera, donde hace siglos los pastores se reunían alrededor del fuego con las caras pintadas de hollín, y se disfrazaban con pieles y huesos de animales para ahuyentar a los demonios que debilitaban el Sol en invierno. Lo que en un principio era una superstición se transformó con el paso del tiempo en una fiesta, donde los aldeanos se disfrazaban de monstruo para rememorar los ritos paganos de sus antepasados. La Iglesia católica, como es lógico, prohibió y persiguió esta celebración, pero estaba tan arraigada entre la población que le fue imposible. Así que hizo lo de siempre, retocarla, dejó que la gente se siguiera disfrazando de demonio, pero convirtió al Krampus en un ayudante -un tanto siniestro- de San Nicolás.

En estas fechas, en casi toda Austria podemos ver la imagen del Krampus en tarjetas navideñas, mercadillos, incluso en los pasacalles que recorren la ciudad. Versiones de este demonio navideño se pueden encontrar también hasta mediados de diciembre en Alemania, Suiza, Italia, Eslovenia o República Checa. Su innegable atractivo ha conseguido que esta tenebrosa tradición haya cruzado fronteras. En varias regiones de Estados Unidos ya se celebra el Krampus, y una prueba de su inmersión en la cultura popular es su reciente aparición en famosas series de televisión, tales como Padre de familia, Grimm o Sobrenatural. Incluso en los últimos años, Hollywood le ha dedicado su propia saga de películas de terror. Tras analizar las tremendas similitudes entre el origen de esta tradición y la de Halloween, y comprobar el avance imparable de la última, el que firma este artículo no tiene dudas de que dentro de unos años aquí en España también estaremos disfrazándonos de Krampus. Tiempo al tiempo.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net