El día que fuimos infieles a la bici. Resultó así: Paramos a comprar pan en la estación de Poschiavo, Pepe está muy cansado tras Stelvio, Gavia y Mortirolo, la noche de antes me deja caer lo de coger el tren, yo le quiero dar un capricho, pero no se lo digo. Pepe entra en la tienda, yo me quedo mirando un mapa, comparo el recorrido del tren con el de la carretera, muy ancha y con tráfico, como todas en Suiza. Quedan cuatro minutos para el siguiente, Pepe sigue dentro, aparece lentamente un puñado de vagones rojos, Pepe se lleva la alegría de su vida.

El Expreso de la Bernina.

Pues sí, aquí estamos, como dos turistas más, echados en la ventanilla, cada uno en la suya, contemplando con asombro y en silencio un recorrido terrorífico. A veces, en alguna curva, miro atrás y veo cómo los vagones hacen semicírculos de fantasía, igual que hacíamos de chicos con las maquetas que nos regalaban por Reyes. Aquellos trenes de juguete eran exactamente iguales que este, la misma fragilidad y estética, la misma velocidad, y un diminuto ancho de vía colándose entre colosas montañas de los Alpes.

No hay ningún tren en toda Europa que transite a 2.328 metros de altura, justo donde se sitúa la parada de Hospicio Bernina, ahí donde nos bajamos tras 40 minutos de suspiro.

Tenemos que despertar.

Esto no es nuestro. Aquí llegan japoneses, cámaras de fotos y trípodes, niños y mayores, pero las cosas como son, el tren es una pasada.

El descenso a Saint Moritz tampoco es nuestro. No nos lo hemos ganado, así que la trampa está presente durante los 22 kilómetros de bajada.

Comer así no da tanto placer. Ni siquiera me ruge la tripa. Buscamos un césped en Saint Moritz, pero todos son demasiado pijos. El día está feo, muy nublado y gris. Hemos visto uno de los paisajes más bestias y, sin embargo, creo que estamos un poco deprimidos.

Es lo que tienen las infidelidades.

Llegamos a un lago, Lac de Champfèr, muy cerca de Silvaplana. Cuesta encender el camping gas por el viento. Me alejo de Pepe y me embobo con dos señoras que con una sonrisa admirable se bañan plácidamente, pese a la tenebrosa pinta que tienen el agua, el cielo y las nubes.

Yo me creía muy valiente.

Cruzan a nado el lago y es un deleite las líneas y formas que van dejando con cada brazada.

Pepe está tardando más de la cuenta con la comida.

Me acerco a una especie de muelle. Allí hay un chico que parece escandinavo, con barba copiosa y mucho músculo. Se mantiene a flote moviendo suavemente las manos y las piernas. Mira al frente, al espigón, donde una chica se toca el pelo, se lo recoge y parece decidida a acompañarlo en el chapuzón, pero duda y se queda al borde del agua.

- Ven -le dice él.

Ella da un paso atrás.

- Ya no me besas como antes -le suelta, mientras se deshace la coleta.

Paisaje desde la ventana de nuestro vagón. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE

Lago de Champfèr, entre Saint Moritz y Silvaplana, el 10 de julio del 2018. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE

Lago de Champfèr, entre Saint Moritz y Silvaplana, el 10 de julio del 2018. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE