Caminando el otro día por Valdeolleros me topé con la calle en honor a Sancho ‘el Craso’. Entonces recordé que en estos tiempos convulsos para la política española, en los que a diario se especula con la posibilidad de pactos entre formaciones ideológicamente alejadas, puede venir bien echar la mirada atrás y recordar que, en el pasado, enemigos naturales tuvieron que aliarse en numerosas ocasiones para alcanzar un bien mayor. Lo hizo por ejemplo el califa Abderramán III, que acogió en su corte a un cristiano y le ayudó a recuperar su reino.

Nos situamos a mediados del siglo X. El califato de Córdoba vivía su momento de máximo esplendor con la reciente construcción de la brillante Medina Azahara, mientras en el norte peninsular, tan sólo 5 reinos cristianos resistían las embestidas del ejército musulmán. Uno de ellos era el Asturleonés, donde la muerte de su monarca Ordoño III en 956 entregó el trono a su joven hermano Sancho I. El nuevo rey era un chico grueso y de escasa voluntad que, desde niño, se había acostumbrado a grandes comilonas. Aseguran las crónicas que hacía 7 comidas al día, cada una compuesta por 17 platos, y casi todos incluían carne de ciervo, venado o cerdo. Una dieta hipercalórica mantenida durante años que, en el momento de ser coronado, le llevó a pesar más de 240 kilos. Su estado de forma le incapacitaba para cabalgar, comandar a sus tropas y casi para levantarse de la cama. Por si tuviera pocos obstáculos para gobernar, además se enemistó con su tío, el influyente Fernán González, que acabaría por destrozar su ya maltrecha reputación. El conde castellano no tuvo dificultades para poner en entredicho la autoridad de su sobrino, al que apodó ‘el Craso’ (el Gordo), bromeando a menudo con que ni siquiera cabía en el trono real. Y recordando siempre que podía que su obesidad mórbida le impedía engendrar hijos, lo que originaría graves problemas sucesorios dentro de unos años. Esta campaña de desprestigio provocó un gran malestar entre los súbditos del orondo rey, que le perdieron el respeto por completo. Por eso cuando González quiso arrebatarle el trono en 958, ni uno solo de sus vasallos enarboló su espada por ‘el Gordo’.

Derrotado, Sancho tuvo que huir de León para poner a salvo su vida, y se refugió en el único lugar donde sería bien recibido: en casa de su abuela. La reina doña Toda de Pamplona, una octogenaria de armas tomar, decidió que un nieto suyo no podía ser humillado de esa manera, y pensó que la única forma de recuperar el respeto de sus súbditos sería someterle a una cura extrema de adelgazamiento. Entonces pensó en el mejor médico del momento, el judío Hasday ben Shaprut, y sus mensajeros recorrieron la península para pedirle al califa Abderramán III los servicios de su galeno personal. A cambio le ofrecía diez fortalezas a orillas del Duero si su nieto recuperaba el reino, y el omeya aceptó. Semanas después, una singular comitiva trasladaba a Sancho desde Navarra hasta la capital de Al-Ándalus, donde Hasday no vaciló en utilizar métodos que rozaban la tortura para obligarle a recuperar la forma.

Primero le cosieron los labios para evitar que pudiera ingerir alimentos sólidos. Tan sólo le dejaron sin hilvanar un pequeño hueco por el que bebía infusiones a través de una pajita, que le provocaban vómitos y le ayudaban a expulsar grasa antigua. Como se arrancaba los hilos tuvieron que atarle a la cama y ponerle vigilantes. Luego le hacían pasar horas en los baños de vapor para aligerar la retención de líquidos. También le exigían dar largos paseos por los extensos jardines de Medina Azahara, y cuando se negaba a moverse, los sirvientes tiraban de él con cuerdas para obligarle a avanzar pequeños pasitos. Después de 40 días de dieta draconiana, ‘el Craso’ perdió la mitad de su peso y se quedó en 120 kilos. Ahora que podía volver a montar a caballo y procrear, Sancho dirigió hasta Zamora un ejército de musulmanes prestado por Abderramán III, derrotando allí a los aliados de su tío y recuperando el trono asturleonés. La historia podría haber tenido un final feliz para Sancho, pero una vez coronado se negó a cumplir su compromiso y no cedió al califa ninguna de las fortalezas prometidas. Reinó 6 años más, hasta el día en el que le hincó el diente a una manzana envenenada. Paradójicamente murió comiendo, que tanto le gustaba, y siempre se sospechó de los espías del califato. Como muchos historiadores sugieren, quizás le quitaron la vida los mismos que un día le quitaron la grasa.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net