Los Alpes: Me tenían un poco intimidado y aunque me siento minúsculo, los paso y los gozo, y creo que los acabaré manejando con bastante facilidad.

Tengo mucha suerte de poder llegar a estos sitios en bici. Todo me sigue impactando, y eso que este es el cuarto verano entre montañas. No he aguantado tantos veranos con ninguna chica. Pero la bici le da algo diferente a cada día.

Hoy subíamos el primer puerto, Passo del Lucomagno, Suiza, 1.915 metros, cuando un diluvio nos ha sorprendido. No llevábamos ni 20 kilómetros de viaje y ya teníamos que pararnos debajo de una chopera y comer de pie. Mientras contemplaba las nubes, sosteniendo un bocadillo de salchicha hecho por Pepe, pensaba que el día iba a ser muy duro, y discutía sobre los motivos que me traían aquí, y me preguntaba si alguna vez me cansaría de esto.

Como me canso de todo.

Hay que decidirse. Estábamos fundidos tras dos días de coche hasta llegar a Bellinzona, donde comenzaríamos nuestro primer gran viaje por los Alpes. Solo queríamos pedalear tranquilamente, que nos diera un poco de aire en la cara, soltar piernas y hacer fotos, hablar con la gente.

Pero no. Ahí estábamos, en el fondo del valle Blenio, como dos bobos, extasiados ante una mole de casi dos mil metros que en algún momento teníamos que afrontar.

Arrancar no fue fácil.

Pero en estos viajes tenemos la costumbre de no quejarnos.

Todo tiene sentido.

No sobra ningún día.

Sale el sol. Coronamos.

Bajar en bici, con sol y nubes, desde el lago de Lucomagno a Disentis es de los placeres más dulces que se pueden tener.

Es bestial lo que se suelta aquí.

Mañana no sabemos cómo nos va a salir, y puede que esa incertidumbre sea uno de los trucos para tanta adrenalina.

Christa, Jachen y Margarita, en su casa de Preda, en plena ascensión a Albulapass, en Suiza, el 5 de julio del 2018. JOSÉ JUAN LUQUE

Tardamos tres días en charlar con alguien. Suiza impacta por sus montañas, pero nos da la sensación de que transitamos por la luna, que la gente tiene sus puertas cerradas y que vamos atravesando pueblos de postal, pero que nos falta algo: el encuentro.

Así que cuando veo a Christa, Jachen y Margarita en su jardín de Preda, en plena ascensión a Albulapass, aparco la bicicleta, pese a la amenaza continua de lluvia, pese a que aún nos quedan siete kilómetros de puerto, pese a que vamos a superar los dos mil metros de altura y ahí arriba puede ser dramático como descarguen las nubes. Paramos simplemente por escuchar a alguien diferente. Es una conversación banal, todos de pie, pero suficiente para matar el gusanillo.

A los dos minutos de despedirnos, el diluvio. Nos metemos en un almacén, esperamos un poco a que escampe, pero no lo hace, así que salimos. Aprieta. Cada vez más. Estoy empapado y visualizo lo doloroso que va a ser el descenso. Esto hace que suba con facilidad porque la cabeza solo piensa en cómo diablos vas a bajar por esta carretera encharcada y tú congelado.

El puerto es un distractor, me fascina y me ayuda a no pensar, por eso no quiero dejar de subir. El paisaje, además, tiene un aire apocalíptico y Pepe, al fondo, como una hormiga, un aspecto épico, entre tanta nube, picos y agua. Alcanzo la cima sin querer, 2.312 metros. Estoy mentalizado para el sufrimiento de la bajada y me digo que por muy mal que lo pase, esto no lo cambio por nada.