El origen del pueblo ibérico es un completo enigma. A día de hoy aún no sabemos con certeza si esta cultura, anterior a la de la Antigua Roma, llegó a nuestras tierras por el Mediterráneo o si, por el contrario, fueron los propios habitantes de la península los que la desarrollaron a partir de elementos tomados de fenicios, griegos y cartagineses. De cualquier manera, lo que sí conocemos con seguridad es que se extendió por Andalucía, parte de Castilla La Mancha y todo el Levante español, y que concretamente en Córdoba dejó una abundante huella arqueológica a través de los turdetanos.

Entre las piezas más destacadas encontramos los leones de Baena y Nueva Carteya, que pueden contemplarse en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y en el Provincial de Córdoba, respectivamente. El último, realizado en caliza blanca hacia el siglo IV a.C., apareció en 1933 durante las obras de construcción de la carretera Córdoba-Montilla. Probablemente se esculpió para honrar la memoria de algún personaje relevante, ya que en aquellos tiempos, las élites encontraron en estas representaciones la manera de perpetuar su elevada posición social y recordar al resto del poblado su carácter inmortal. Los íberos, al igual que los antiguos egipcios, creían que las personas vivían para siempre mientras alguien se acordara de ellas.

Por eso dichas tumbas poseían una gran envergadura -se cree que los leones ocupaban solo la parte más alta de una gran estructura- para ser vistas desde larga distancia, y se situaban junto a los caminos y vías más transitados. Curiosamente, el león de Nueva Carteya presentaba al ser descubierto un aspecto demasiado fragmentado para deberse únicamente al deterioro natural causado por un abandono milenario. Todo indica que en su tiempo fue mutilado a conciencia, probablemente por los enemigos de este personaje relevante, que según sus creencias solo podrían acabar con su vida inmortal destruyendo su monumento.

Pero, ¿servían estas esculturas funerarias únicamente para aportar visibilidad a la sepultura? Claramente, había algo más. Por un lado, debemos tener en cuenta que en aquella época no había leones por estas latitudes, y que los artistas ibéricos probablemente no habrían visto uno vivo en su vida. Por tanto, estas representaciones contaban con un carácter mitológico, casi fantástico, y repleto de simbolismo. Se esculpían con las orejas replegadas hacia atrás, las fauces abiertas, poderosos colmillos y la lengua fuera, en actitud claramente amenazadora, porque uno de sus cometidos era intimidar a los malos espíritus para que no perturbaran el descanso del difunto. Por otro lado, en los últimos años, algunos investigadores han sugerido una hipótesis mucho más evocadora. Es un hecho que en la Campiña Este cordobesa han aparecido multitud de esculturas íberas de rasgos y antigüedad similares, sobre todo en el triángulo formado por las poblaciones de Espejo, Baena y Nueva Carteya. ¿Estarían estos monumentos delimitando de alguna manera el acceso a un territorio considerado sagrado por los ibéricos, una especie de zona mágica situada en pleno corazón de la actual Andalucía? En cualquier caso, lo que evidencia el hallazgo de estas sofisticadas esculturas de casi dos mil quinientos años de antigüedad es la existencia en la vega del río Guadajoz, desde época prerromana, de un culto ceremonial complejo y misterioso destinado a facilitar el viaje del alma por el más allá.

Otra prueba de que los íberos creían fervientemente en la supervivencia del espíritu la hallamos en las crónicas de los historiadores romanos. Según las mismas, las tribus hispanas eran distintas al resto porque parecían buscar la muerte en el campo de batalla. Cuando los romanos pretendían someter a un asentamiento bárbaro, lo primero que hacían era matar al jefe para que el resto de hombres se rindiera de inmediato. Esto les funcionaba allá donde iban, excepto en Hispania. Aquí, cuando el líder era ejecutado, sus guerreros se retiraban; pero más tarde regresaba el poblado entero, mujeres, niños y ancianos incluidos, todos desnudos y embadurnados en cenizas, para defenderse con una fiereza brutal. Y la lucha no terminaba mientras quedara un solo miembro de la tribu en pie. Hoy sabemos que ese arrojo desproporcionado era consecuencia de su creencia en una vida ultraterrena donde serían especialmente recompensados si exhalaban su último aliento sobre el campo de batalla.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net