Een el artículo anterior relataba las torturas a las que, según la tradición piadosa, fueron sometidos los jóvenes hispanorromanos Acisclo y Victoria. Casi seis siglos después, el fenómeno del martirio regresó a nuestra ciudad con más fuerza que nunca. Había pasado casi un siglo desde que Abderramán I fundara el flamante emirato de Córdoba, y la comunidad cristiana no estaba dispuesta permitir la creciente islamización de sus feligreses. En este contexto surgió un fundamentalista, Eulogio, que convenció a trece seguidores para insultar públicamente a Mahoma. Las consecuencias estaban cantadas: los blasfemos fueron decapitados, colgados a las puertas del palacio emiral -situado donde hoy se erige el triunfo a San Rafael de la Puerta del Puente- y posteriormente quemados.

Arengados por estos mártires, nuevos exaltados se presentaron ante las autoridades para injuriar al Profeta del Islam, lo que se saldó con más derramamiento de sangre. Consciente de lo populosa que era aún la comunidad cristiana en Córdoba, Abderramán II viajó a Toledo para reunirse con la máxima autoridad religiosa cristiana, consiguiendo que los obispos tacharan la actitud de sus fieles de «soberbia» y les prohibieran continuar inmolándose. Pero muchos desobedecieron, y los aspirantes al sacrificio continuaron provocando a los musulmanes. Cuando Muhammad I ocupó el trono omeya decidió atajar el problema de raíz, exigiendo la captura del impulsor de toda aquella sinrazón. El 11 de marzo de 859, Eulogio fue llevado ante el emir, que tuvo que escuchar de sus labios varios pasajes del Evangelio. Convencido de que nunca conseguiría que el predicador se retractara de su fe, intentó obtener al menos un arrepentimiento fingido que contentara al expectante pueblo musulmán: «Pronuncia una sola palabra y después sigue la religión que te plazca». Pero su respuesta fue una nueva y ferviente defensa del cristianismo. A esas alturas, su sentencia de muerte estaba firmada, y fue cuestión de minutos que alcanzara la palma del martirio que tanto ansiaba. Con la cabeza de su guía espiritual rodando por el suelo, el movimiento perdió fuelle rápidamente, después de haber costado la vida a más de medio centenar de cordobeses.

Según la tradición, los restos de todos ellos descansan en una urna de plata conservada en la basílica de San Pedro, junto a los de los patronos Acisclo y Victoria. En 1997, este arca se abrió -por primera vez desde 1791- para ser investigada por dos doctores, que entre las distintas piezas óseas hallaron, para su desconcierto, varios huesos de niños. ¿Qué hacían allí? ¿A quién pertenecieron? Es un misterio.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net.